El origen como mito
La humanidad vivió y vive en un solo planeta, la Tierra, al menos por ahora, es cierto que hay en este momento (mayo 2022) catorce de nuestra especie en el espacio en tres sitios diferentes: la nave Inspiration4 (NASA-EEUU), la Estación Espacial Internacional (tripulada por astronautas rusos y de la Unión Europea) y la Estación Espacial Tiangong («Palacio celeste») de la República Popular China.
En pocas palabras, los humanos seguimos explorando más allá de lo conocido, incluso, sin acordar sobre cuales fueron nuestros orígenes. Probablemente buena parte de la humanidad ni siquiera se hace la pregunta ¿de dónde venimos?
En América el tema del origen ha sido un problema para los historiadores, filósofos, antropólogos, teólogos y pensadores desde al menos quinientos años. El nudo del problema, en síntesis: las confusiones, silenciamientos, diferencias e indiferencias respecto al tema en parte se debe a su vínculo inevitable con la Historia, para ser más preciso, con la disciplina histórica. Pensar el origen, nuestro origen desde la Historia, sin importar cual sea la corriente historiográfica del historiador, supone abandonar la trascendencia, en el sentido de tentarnos a elaborar una desvinculación respecto a los otros humanos, tribus, comunidades y colectividades del resto del planeta.
El teólogo y Pensador Nacional y Latinoamericano, Alberto Methol Ferré (Montevideo, 1929-2009) afirmaba: “La praxis histórica está determinada por la lucha amigo-enemigo. Hasta el amor pone en contradicción. El príncipe de este mundo no es Dios, aunque sabemos que Cristo es su vencedor. Y no podemos disimularnos el conflicto como hoy lo hacen tantas teologías o eclesiologías europeas de la «sociedad del consumo», tan complacientemente con el mundo”. (Methol Ferré, 1974, p. 6). El conflicto del que habla Methol Ferré surge cuando partimos de las diferencias para comprender nuestro origen. Hay un mito del origen para los griegos, romanos, egipcios, chinos, sumerios, palestinos, israelitas. Por ejemplo, para el pueblo tupa guaraní, todo comenzó cuando Tupá (Tupã en guaraní), el dios supremo o dios del trueno, descendió a la Tierra con la ayuda de la diosa de la luna, Arasy, en un lugar descrito como un monte en la región de Aregua. Desde este sitio creó todo sobre la tierra, incluyendo el océano, la flora y los animales. También colocó las estrellas en el firmamento (Colman, Narciso 1929).
En el caso de los incas, tenemos dos mitos de origen, el narrado por el cronista mestizo Felipe Guaman Poma de Ayala (Cuzco, 1534-1615) y el que dejo el Inca Garcilazo de la Vega (Cuzco, 1539-1616). El primero explica que fue tras un inmenso diluvio, que aparecieron cuatro jóvenes, los hermanos Ayar junto a sus esposas: Ayar Manco y Mama Ocllo, Ayar Cachi y Mama Cora, Ayar Uchu y Mama Rahua, Ayar Auca y Mama Huaco. Llegaron a las tierras cordilleranas cuando el grupo tenía como objetivo la busca de tierras fértiles. El segundo relato, del Inca Garcilazo de la Vega, narra una historia parecida aunque no idéntica, habla de cómo el dios Inti envió a los esposos (y a la vez hermanos) a la tierra para civilizar a los hombres, venerar al dios Sol y fundar un gran imperio). Los europeos y americanos del atlántico norte, principalmente los franceses y anglo sajones (ingleses y estadounidenses) tras sus revoluciones burguesas e industriales y su colonización/imperialismo de regiones en los cincos continentes (Revolución Inglesa 1642-1688, Revolución de los Estados Unidos 1776, Revolución Francesa 1789, Industrialismo e imperialismo 1688-1914), comienzan un proceso de elaboración de mitos fundacionales que terminarán operando como mecanismo auto justificativo de toda atrocidad cometida en nombre de la evolución como del “progreso científico-tecnológico”. Probablemente quien más y mejor ha trabajado el tema del mito del origen construido por los modernos europeos es el filósofo argentino Enrique Dussel, quien escribe: “En los Estados modernos, la Historia se ha transformado en el medio privilegiado de formar y conformar una conciencia Nacional. Los gobiernos, las élites dirigentes, tienen especial empeño en educar al pueblo según su modo de ver la Historia. Esta se transforma en el instrumento político que llega hasta la propia conciencia cultural de la masa –y aún de la “inteligencia”. Los que poseen el poder, entonces, tienen especial cuidado de que la periodización del acontecer histórico nacional sea realizada de tal grado que justifique el ejercicio del gobierno por el grupo presente como un cierto climax o plenitud de un periodo que ellos realizan, conservan o pretenden cambiar. […] El primer límite del horizonte de la Historia de un pueblo es, evidentemente, el punto de partida, o el origen de todos los acontecimientos o circunstancias de donde, en la visión que estudia la Historia, debe partirse comprender lo que vendrá «después»”. (Dussel, Enrique, 2018, p. 18).
Repasemos. Cada pueblo, comunidad y/o civilización a lo largo de la historia ha construido su propio mito de origen, de origen de su historia, y en algunos casos, han logrado desarrollar una idea del origen de todo el universo. Ese proceso sufrió una profunda variación durante la modernidad, principalmente tras las revoluciones burguesas, con su imperialismo, capitalismo y colonialismo a cuestas. Las potencias del Atlántico Norte debían construir un mito de origen en común para todas las regiones del planeta. No era una tarea sencilla ya que implicaba al menos tres operaciones en cadena. Eliminar los mitos existentes, proponer una idea de origen por encima de toda creencia, tradición e historia de los pueblos, finalmente, construir una idea de “aldea global” ya pacificada, confortable, amigable, receptiva “al otro cultural”. Paradoja, se acepta la cultura “extraña” pero no sus mitos, estos que de aquí en más serán “no reales” convirtiéndolos en inofensivos para el mito dominante. ¿Cuál es el mito de la modernidad? El racionalismo, que tendrá su máxima expresión a partir del positivismo, con su racismo, evolucionismo y su idea-fuerza llamada “orden y progreso”. Para ser más preciso, la teoría de la evolución del naturalista sajón Charles Darwin (Shrewsbury, Reino Unido, 1809-1882) que llegará a nuestras tierras con la lógica de “civilización o barbarie” y será la punta de lanza de la segunda conquista sobre los pueblos de las Américas, como la llamó el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, mil veces más atroz y cruel que la primera.
Los humanos llegan a las Américas. La desmitificación
El humano no es originario de América. No tenemos pueblos originarios, esa es una huella, diría el historiador italiano Carlo Guinzburg, de un problema/tema/drama que no es nuestro. Nosotros no construimos el racismo, lo sufrimos. Verdadera paradoja sería partir de un origen falso para combatir otro mito del origen falso.
Los humanos son originarios de África, en 1987 los investigadores estadounidenses Rebecca Cann, Stoneking y Wilson validaron su hipótesis sobre que el Homo sapiens (del latín homo, ‘hombre’, y sapiens, ‘sabio’) se originó en África hace unos 140 000 y 290 000 años atrás. El acuerdo generalmente sobre las características físicas de la anatomía del Homo sapiens incluye un cráneo altamente redondeado, retracción facial y un esqueleto ligero y esbelto, en contra de uno pesado y robusto. Los primeros fósiles con estas características se encontraron en África oriental en el río Omo (Kenia), siendo fechados en aproximadamente 195 000 años. Desde África los humanos comenzaron las migraciones, un proceso que duró miles de años, hacia las demás regiones del planeta. Buena parte de los investigadores acuerdan en que, en plena época glacial (probablemente hace unos 20 000 años), pequeños grupos de cazadores atravesaron sin saberlo, las tierras de Beringia (actual estrecho de Bering), que, entonces, era un corredor terrestre que unía el extremo oriental de Asia con América, y fueron ocupando, poco a poco, el espacio americano, desde el Norte al Sur.
¿Por qué se afirma entonces que existen pueblos originarios? ¿es una reacción al mito de la modernidad surgido en el Atlántico Norte? ¿es una forma de autoafirmación frente a la histórica explotación, exclusión, marginación y silenciamientos que han sufrido los pueblos de las Américas? Probablemente haya un poco de cada una de estas cuestiones de fondo al momento de hablar de “pueblos originarios” de América. Lo cierto es que los humanos llegan a las Américas desde Asia, pero antes, en un recorrido que llevó miles de años, habían ya pasado por Europa y Oceanía partiendo desde África.
Sobre el tema, me gustaría traer dos reflexiones. La primera, otra vez, de Enrique Dussel quien escribe: «Desmitificar» en historia es destruir los particularismos que impiden la auténtica comprensión de un fenómeno que sólo puede y debe ser comprendido teniendo en cuenta los horizontes que le limitan, y que, en último término, no es otra que la Historia Universal –que pasando por la prehistoria y la paleontología se entronca con la temporalidad cósmica-. Querer explicar la historia de un pueblo partiendo o tomando como punto de partida algunos hechos relevantes –aunque sean heroicos y que despiertan toda la sentimentalidad de generaciones- que se sitúan al comienzo del siglo XIX o del XVI, es simplemente «mitificar», pero no «historiar»”. (Dussel, Enrique, 2018, p. 20). La segunda reflexión, es de otro filósofo iberoamericano, Alberto Wagner de Reyna (Lima, 1915-2006), quien afirma: “¿Cuál es la situación actual? ¿Cómo se presenta el panorama en el cambio de milenio? Aparte de nostalgias orientalistas muy minoritarias y del sobreviviente doctrinarismo marxista –en muchos países, y por razones obvias, mas latente que declarado-, se puede decir que dos tendencias (que no se excluyen necesariamente, pues parten de postulados categóricamente distintos) dominan el panorama filosófico de esta parte de América: De un lado tenemos un pensar que echa raíces en las ya inquietudes nacionalistas, indigenistas o regionalistas y trata de darle expresión filosófica. Estos empeños, a veces se emparentan con un neo marxismo en su preocupación por la realidad social y la alienación política y cultural, que responde a movimientos semejantes en otras partes del llamado Tercer Mundo. Dentro de su historicismo asumen perfiles antioccidentales de un pluralismo agresivo y a ratos –paradójicamente- ajenos a la realidad que vive el mundo. Filosofar es entonces dramático (y algo melancólico) meditar sobre Iberoamérica supuestamente alienada por lo Ibérico y presa del imperialismo (del Norte), y sobre el hombre que se encuentra en esta encrucijada. En último término filosofar resulta así siendo filosofar sobre la filosofía indo (y eventualmente) afroamericana. Pero en otros casos el proceso intelectivo se orienta hacia una afirmación –sin complejos- de lo propio, hacia una reivindicación de la identidad regional, sentida y jubilosamente aceptada, asumiendo y renovando la gran tradición espiritual a la cual pertenece. En contraste con la anterior, es ésta una reflexión optimista y abierta, libre de la obligación de restaurar lo fenecido y reparar entuertos”. (Wagner de Reyna, 2001, pp. 115-116)
Una revisión a la Historia Universal bajo la Cruz del Sur
Arribamos a otras preguntas, nuevas inquietudes y problemas. Como dice Dussel, “el historiador podrá conformarse con esto, mientras que el filósofo, que busca los fundamentos últimos de los elementos que constituyen lo latinoamericano” deberá retroceder más allá de la edad media para desmenuzar el sentido de Iberoamérica. Quizás quien mejor realizo esta enorme tarea con notables resultados ha sido el filósofo argentino Alberto Buela Lamas en su libro El sentido de América (Seis ensayos en busca de nuestra identidad).
En una revisión por la historia de las ideas, Alberto Buela reconoce dos tendencias o líneas de pensamiento que convergen en Argentina, la hispánica y la anglo-francesa. Me interesa resaltar que a diferencia de la mayoría de los estudiosos sobre el tema, Buela no las contrapone ni la descarta, sino que considera a las dos corrientes de pensamiento articuladas. Dice: “la primera [hispánica] nos otorga nuestra configuración originaria a partir del siglo XVI, y sin interferencia, nos inculca valores durante casi tres siglos. La segunda [anglo-francesa] comienza su gesta desde los primeros años del siglo XIX y de allí conviven las dos hasta nuestros días. Una encarnada en figuras como San Martín, Belgrano, Rosas, los caudillos Yrigoyen y Perón; la otra representada por hombres como Rivadavia, Mitre, Sarmiento, Roca, Avellaneda, J.B. Justo y Rojas.” (Buela, Alberto, 1990, p. 35).
Observo en este punto, dos aportes significativos sobre el tema que los estudiosos Gellner, Hobsbawm, B. Anderson y tantos otros no tienen presentes en sus trabajos.
Por un lado, la incorporación e importancia de una serie de hombres, de figuras histórico políticas, al momento de pensar “lo nacional”. En otras palabras, y siguiendo la interpretación de la historia como algo viviente y vivificador, estos líderes de las luchas por la emancipación y la liberación nacional irremediablemente actúan, con sus acciones creativas, transformando la sustancia de “lo nacional”.
Al mismo tiempo, mientras que la cosmovisión evolucionista, progresista y eurocéntrica–imperialista (OTAN) impide considerar los sincretismos, fusiones y transculturaciones propias de la esencia de “lo nacional” en las naciones de Iberoamérica, en el estudio de Alberto Buela, observo que estas derivaciones y asimetrías son asumidas. En consecuencia, el filósofo Nacional no cae en el embudo problemático en el que se encuentran Gellner/Hobsbawm/B. Anderson, obstáculo metodológico que los lleva a diseñar argumentaciones en donde prima “lo imaginario”, “lo narrativo” y “lo lingüístico”; verdadera tragedia para el oficio, pues los historiadores terminan elaborando sus estudios sobre “lo nacional” a partir del alejamiento de la historia.
Encuentro que buena parte de los llamados estudios decoloniales o de la descolonización, bien intencionados en su búsqueda por reconocer las contribuciones de las periferias en la historia universal, nacidos en la vorágine de estos extrañamientos (1980-1990) han sido también arrastrados por las teorías del discurso y los estudios sobre “el giro lingüístico”, y en esa medida, amontonados en un mismo embudo problemático que los anteriores, terminaron hurgando en los relatos, imaginarios y discursos aquello que se encuentra en los acontecimientos. Observo que estas diversificaciones, digo, los estudios de minorías (género, raciales, migrantes, desclasados, étnicos) operaron diluyendo el sentido de los acontecimientos, desintegrando y desatendiendo las dimensiones de análisis ligadas a cualquier hecho histórico (dimensión política/social/económica/espiritual) en las Américas. Afirmaba el posicionado filósofo y antropólogo francés Paul Ricœur (Valence, 1913-2015): “la palabra es un acontecimiento”, hoy ya es tiempo de corregirlo y recordar que un acontecimiento es un acontecimiento y una palabra es una palabra. Los relatos y elucubraciones teológicas de este grupo de académicos y académicas no son el motor de la historia, menos aún para los pueblos de Iberoamérica, región del mundo con menos del veinte por ciento de su población con conocimientos universitarios (2018).
Por otra parte, los decoloniales o estudiosos de la descolonización discuten la modernidad, interpelan a la matriz eurocéntrica con su esquema universal aunque no plantean en profundidad ni estudian que transformaciones culturales, históricas, políticas, económicas, sociales, religiosas; que sucedieron en el periodo indiano o colonial americano. Más bien, iluminan a las voces silenciadas llegando a concluir que América Latina es una suerte de región en donde prima lo diverso, lo múltiple y heterogéneo, en ese sentido, sus trabajos terminan aportando aún más a la disgregación de una región, que para Alberto Buela, es una sola por naturaleza.
En pocas palabras, la diversidad es un antónimo de la unidad y en ese sentido, para los Iberoamericanos, el uso de la palabra es política, cultural, social y geopolíticamente incorrecto y peligroso. Principalmente porque, como señala Buela, se lo utiliza con una valoración positiva. Rápidamente intentaré explicar la ligazón de este término con la cosmovisión que propone para el mundo la OTAN (liberal, individualista, mercantil, imperialista).
Varios pensadores han estudiado estos problemas ligados a la idea de “progreso” (Leonardo Castellani, Julio Meinvielle, Ramón Doll, Alberto Buela, Aleksandr Dugin, Esteban Montenegro). Estos autores, en la mayoría de los casos, rastrearon la etimología de la palabra progreso. El término progreso/progressus que se usa en nuestros días deriva de término griego próodos, que significa “salir de sí mismo y dirigirse hacia lo otro” (Dugin, Aleksandr, 2020, p. 21). Los neoplatónicos llamaron proódos al recorrido o manifestación que nace del origen, de DIOS, y que se dirige hacia lo terrenal, al humano y su pensamiento. Han pasado muchos años y la palabra ha sido reconvertida en nuestros tiempos, parecería que el progresismo aceleró la marcha y desde mediados del siglo XX se ha alejado más y más de la unicidad, entendiendo por ello, la identidad mestiza con su cultura iberoamericana (indígena e ibérica), sus lenguas latinas y su cristiano plebeyo. Como afirma Dugin, “La diversidad es la expresión de la lejanía. Es la aceptación de que somos diferentes, distintos, ajenos y, peor aún, de que esas bifurcaciones tienen una valoración positiva”. (Dugin, Aleksandr, 2020, p. 22)
En líneas generales estos autores llegan a la conclusión de que no es positivo para nosotros, los iberoamericanos, que esas diversidades nos unan más a quienes explotan nuestros recursos, destruyen nuestros ecosistemas y nos dominan con los mecanismos más siniestros que a nuestros vecinos y a los hombres y mujeres que viven lejos de las ciudades puertos latinoamericanas. Consideran que en nuestra región lo distinto se ensambla, muta, se incorpora e unifica. No se acepta ni se respeta. Esos son modismos de las urbes europeas mal copiados por una casta de periodistas, políticos e intelectuales (ensamblados por la colonización cultural ejecutada por la OTAN) que dominan los medios de comunicación hegemónicos y que hoy constituyen lo que llaman “opinión pública”. Al respecto afirma Alberto Buela: “No es entreteniéndose –al mejor estilo europeo- en disquisiciones eruditas respecto de tal o cual matiz o aspecto puntual de éste o aquél filósofo en donde encuentra su lugar el pensador hispanoamericano, menos lo es aún, ensuciando los pizarrones al mejor estilo de la filosofía anglosajona del norte del continente, con fórmulas lógico-matemáticas carentes de predicación de existencia. Nuestro lugar propio es, a partir de nuestro genius loci –clima, suelo, paisaje- explicitar la identidad cultural. Es responder a la pregunta qué somos, sin caer, a la vez, en el mero pintoresquismo indigenista, pero de tal manera que nuestra respuesta, explicitando nuestro arraigo, tenga validez universal”. (Buela, Alberto, 1990, p. 37)
*Facundo Di Vicenzo es Doctor en Historia, Especialista en Pensamiento Nacional y Latinoamericano, Profesor de Historia (USal, UNLa, UBA) Docente e Investigador del Centro de Estudios de Integración Latinoamericana “Manuel Ugarte” y del Instituto de Problemas Nacionales (UNLa), Columnista Programa Radial, Malvinas Causa Central, Megafón FM 92.1
*Este artículo está enmarcado en el proyecto de investigación: La enseñanza de la historia y la geografía latinoamericana y caribeña: descolonización del saber y reconfiguración de identidades territoriales en el diseño curricular de la Provincia de Buenos Aires, Oscar Varsavsky 2019 UNLa.
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