Investigación en movimiento

Ciencia e investigación de la UNLa

El tatuaje como sacralización

Cuando hacemos referencia a la relación entre la tinta y la política suele ser para hablar de la prensa o del mundo editorial y su relación con el poder. Esta vez quiero centrar la reflexión en aquellos casos en los que el soporte de la tinta es la piel de militantes políticos.

La práctica del tatuaje es tan milenaria como actual y, además, está esparcida a lo largo del mundo; de los maoríes de la polinesia a las maras de El Salvador, de la tapa de un disco de los Rolling Stones a la mafia rusa, de los campos de concentración a los horimono del Japón. Dada esta diversidad, en este texto voy a desarrollar algunas reflexiones en base a la observación de tatuajes «políticos». A los fines de este escrito considero como políticos todos aquellos tatuajes que representen a un personaje, un acontecimiento o un símbolo relativo a la constitución identitaria de un grupo.

En este artículo propongo pensar a los tatuajes como una forma de materializar un juramento, como la expresión de algo fundamental para la constitución de la identidad de las personas y de los grupos. Esto me lleva a concebir a los tatuajes políticos como prácticas de sacralización. Con este concepto busco designar, con Eloisa Martin (2007), «los diversos modos de hacer sagrado, de inscribir, personas, lugares, momentos, en esa textura diferencial del mundo habitado» (ibid. p. 77). Desde luego, esta operación parte de una comprensión de lo sagrado que no lo concibe como una sustancia, sino como parte de un proceso en el que distintas identidades pugnan por su institución. En este respecto, sigo punto por punto el enfoque sociológico de Roger Caillois cuando sostiene que:

Se emplea con razón la palabra «sagrado» fuera del terreno propiamente religioso para designar aquello a lo que cada uno consagra lo mejor de su ser, lo que cada uno considera como valor supremo, lo que venera y a lo que sacrificaría incluso su existencia. Ésa es, en efecto, la piedra de toque decisiva que, en cada caso de incredulidad, permite establecer la división entre lo sagrado y lo profano. Entonces es sagrado el ser, la cosa o la noción por la cual el hombre interrumpe toda su conducta, lo que no consiente en discutir, ni permite que sea objeto de burlas ni bromas, lo que no renegaría ni traicionaría a ningún precio. (Caillois, 2006, p. 142)

Visto desde este enfoque  lo sagrado desborda la jurisdicción de las religiones —por más que estas reclamen su monopolio y compitan entre sí por la administración de lo sacro— y se abre a todo proceso social en el que se produzca una valorización de la realidad mediante la cual ciertos objetos —personas, cosas materiales, acontecimientos o símbolos— sean ubicados más allá del principio de utilidad, estén protegidos por prohibiciones de uso libre y sean así entronizados como trascendentes (encarnando así una sacralidad pura) o infame (cuando se presentan como portadores de una sacralidad impura).[1]

Hay cuatro grandes motivos por los cuales considero que la indagación en la práctica del tatuaje es una vía productiva para pensar la política en general y su caracterización como sacralización en particular. En primer lugar porque implica una concepción de un sujeto en el que se desdibujan los límites que lo individualizan, aquellos que lo producen al distanciarlo de los colectivos a los que pertenece (Morello, 2020). Al comentar específicamente la práctica del tatuaje, Durkheim (2007) enfatiza en el movimiento que va del grupo hacia el individuo:

Se comprende, en efecto, que, sobre todo allí donde la técnica es todavía rudimentaria, el tatuaje constituya el medio más directo y expresivo por el que se pueda afirmar la comunión de las conciencias. La mejor manera de atestiguar, cara a sí mismo y cara al otro, que se forma parte de un mismo grupo, es imprimirse sobre el cuerpo una señal distintiva (…). Su finalidad no es la de representar o recordar un objeto determinado, sino la de testimoniar que un cierto número de individuos participa en una misma vida moral. (Durkheim, 2007, p. 218)

Como puede verse Durkheim ve en el tatuaje la expresión de aquello que excede al individuo y de lo que participa como un miembro más. Todo el foco está en el proceso de interiorización; lo que vemos es un sujeto que pone su cuerpo para dar testimonio de su carácter de miembro de un grupo, cuyos integrantes tienen una «comunión de conciencias» que se hace visible, entre otras cosas, en sus tatuajes. Desde luego, esto acarrea un grave problema, a saber que tiende a presentar una visión del sujeto como nuevo reproductor de las diferencias culturales, que se le imponen «desde arriba» y que aceptan como cultural dopes.[2] Es por esto que esta perspectiva requiere como complemento de aquella que, sin necesariamente negar lo afirmado por Durkheim, sea capaz de iluminar al tatuaje como una marca personal, enfatizando en el movimiento simétrico de exteriorización —que va de adentro hacia afuera— y así dibujar el proceso continuo, en el que en un momento determinado un sujeto toma la decisión de marcar su cuerpo de manera permanente.

De este modo pretendo que no se lea un movimiento en desmedro del otro, sino ambos en co-funcionamiento. Quien se tatúa afirma a la vez su identidad y su diferencia. Se identifica con un colectivo político de una manera íntima, afirma su unicidad con esta marca que lleva en su piel, de manera intransferible y permanente. Afianza su singularidad respecto de otros grupos al interior del conjunto social del que participa y que busca transformar políticamente. Es por esto que más que optar entre un individuo y un grupo (que entonces restringiría su libertad como condición de ingreso) lo que hay aquí es un momento en el que la polaridad individuo-colectivo se vuelve borrosa.

La segunda cuestión a señalar es que los tatuajes implican la producción de algo inmóvil, conllevan un rechazo de los compromisos efímeros o inestables (Zúñiga Núñez, 2008). Quien se tatúa cierra (o al menos dificulta) la posibilidad de negar esto que afirma ser hoy, hace de este presente una marca para el futuro y quienes entonces lo o la rodeen. De esta manera el tatuaje produce un nexo entre el presente y el futuro, conlleva una promesa de fidelidad (Critchley, 2017) o, más bien, una práctica discursiva del orden del juramento (Agamben, 2019), es decir: la producción de un nexo ético por medio del cual quien se tatúa afirma un lazo indisoluble entre la palabra y la acción.

De acuerdo con Agamben, el juramento es un enunciado en el que no está «en cuestión la función semiótica y cognitiva del lenguaje, sino más bien el asegurar su veracidad y su realización» (2019, p.13), y más adelante agrega que «El modelo de la verdad no es aquí el de la adecuación entre las palabras y las cosas sino aquel performativo, en el que la palabra inevitablemente realiza su significado» (ibid. p.89). En el juramento es imposible separar la palabra y la cosa, pues «lo que se dice es necesariamente verdadero y existe» (ibid. p.84). De este modo, en tanto que nace de una decisión individual, hacerse un tatuaje significa «tomar partido» de manera permanente y pública, rechazando la posibilidad de que circunstancias futuras puedan poner en duda su identificación.

Es la materialización de un proceso interno de identificación (individual) con una identidad política (supra individual). Es una decisión que, en el momento que se la toma, es «de por vida».[3] El tatuaje estabiliza al sujeto político, quien ya no puede cambiar de bando.[4] Así, tatuarse un símbolo político es sacralizar la identidad asociada a este a partir de la postulación de la dignidad de uno de sus elementos. Es un acto trascendente por medio del cual alguien juramenta fidelidad a aquello que el símbolo encarna, posicionándolo por fuera de toda negociación. De este modo el objeto sacralizado deja de ser «una cosa entre las cosas» y se convierte en algo que se sitúa más allá del principio de utilidad.

La tercera cuestión que hay que notar es que todo tatuaje busca ser exhibido, debe poder volverse público (Nateras Domínguez, 2006). El tatuaje marca al sujeto, lo convierte en miembro de un colectivo identitario, está allí para testimoniar, para comunicar su juramento a propios y ajenos.

La portación de símbolos políticos —en una remera o en una bandera, pero sobre todo cuando están tatuados— tiene un efecto sobre la persona.[5] Estar investido con los símbolos de un movimiento político es vivido sobre todo como una fuente de potencia y de protección, pero también como un peligro. En tanto que hace del sujeto una encarnación singular de esta identidad, su persona se convierte en depositaria de afecto de parte de quienes tengan una identificación positiva y también de agresividad por parte de aquellos que sientan hostilidad hacia esta. Dado que los símbolos son «focos de interacción» (Turner, 2013, p. 25) que provocan deseos y afectos y no solo sintagmas intelectualmente discutibles, portar símbolos políticos abre la posibilidad de despertar interacciones intensas entre quienes los portan y quienes los observan.

Finalmente, el cuarto elemento importante es que todo tatuaje constituye un gasto mayor. Al igual que cuando se produce una movilización o un acto político, la persona que se hace un tatuaje está ejerciendo un gasto soberano, está consagrando a un objeto trascendente las energías acumuladas en el trabajo cotidiano y, más aún, está donando una parte de su cuerpo a esta consagración. Vista así, la política es una forma de gasto colectivo y colectivizante a partir de la cual se rechaza la soberanía de lo útil —arquitrabe del mundo de la producción— para la consagración de un objeto en torno al cual se estructura identitariamente un conjunto social (Bataille, 2007). Lo central aquí no es la carestía del tatuaje, medible en moneda dura, sino que quien se tatúa está consumiendo su propia piel, está disponiendo de un fragmento de sí que no puede reponer. Tatuarse es poner el propio cuerpo a disposición de su causa, algo irremplazable, cuyo valor se encuentra más allá del encadenamiento de las cosas útiles.

Ahora bien ¿en qué se distingue un tatuaje político de uno no-político? En que el segundo no pone en juego un significante sagrado, lo que puede verse en que puede intercambiarse o resignificarse de manera más o menos libre, en que no constituye una diferencia fundamental al interior de un grupo social y, finalmente, en las reacciones que produce en quienes lo leen. En mi indagación empírica con militantes peronistas del sur del conurbano bonaerense encontré que quienes se tatuan un símbolo político lo viven de una manera especial pero a su vez es muy distinta la forma de verlo de quienes lo contemplan. Una militante de 19 años que se tatuó la estrella federal en su omóplato izquierdo, detrás de su corazón, me comentaba sonriendo: «Mi viejo me quería matar… ¡O más bien se quería matar él!». Le pregunté si era su primer tatuaje y contó que no, que ya tenía tatuajes con motivos de inspiración hindú en su brazo derecho. También me mostró un triángulo en la cara interior del antebrazo, realizado con un estilo que describiría como suprematista, que se hizo a los 15 años. Además contó que ninguno de estos últimos tatuajes le molestaban a su padre: «Ponele, ese [señala el triángulo] no le hacía ruido. No me dijo nada porque capaz que es más estético… ¿cómo te digo? No significa nada tan importante. A mí me gusta, pero solo porque es lindo». No puedo dejar de enfatizar en la palabra «solo», pues revela que la estética es un valor, pero que no tiene el peso o la gravitas que le asigna a los símbolos de su identidad política.

*Aaron Attias Basso es Magíster en Ciencia Política, docente investigador UNLa.


[1] Este enfoque está en línea con los desarrollos de Alexander (2003, 2010, 2011), quien parte de la afirmación de la actualidad de la premisa de Durkheim según la cual el binarismo de lo sagrado y lo profano es central para comprender las sociedades modernas. Sus investigaciones en torno a fenómenos tales como las elecciones, las reacciones políticas a ataques terroristas, los discursos de asesores presidenciales, la fe en la tecnología y la fascinación por las celebrities, son una referencia central para este escrito. En la misma línea, Martin (2021) sostiene que «lo sagrado es efectivamente una construcción histórica cuya naturaleza es, por lo tanto, transitoria y específica» (Martin, 2021, p. 291). Si bien su perspectiva abreva en fuentes distintas a las mías, avanza en la misma dirección, pues enfatiza en la agencia humana en la constitución de lo sagrado, tal como aparece claramente en la teoría de Durkheim y en la de algunos de sus continuadores, como Bataille y Caillois.

[2] El concepto de cultural dope, traducible como «dopado cultural», fue introducido por Harold Garfinkel en la década de 1960 para significar al tipo de persona construido teóricamente para adecuarse a los fines de una determinada teoría social. En oposición propuso estudiar una cultura sin dejar de resaltar la agencia y la reflexividad de quienes actúan en ella.  Para un análisis de este concepto y sus implicancias ver Lynch (2012).

[3] El hecho de que este compromiso se sostenga o no más adelante resulta indiferente, pues la decisión se toma pensando en su perpetuidad.

[4] En esta línea Sweetman (1999) sostiene que los tatuajes son modos de producir una imágen de sí coherente, son un modo de construir una narrativa que tenga sentido para quien los porta.

[5] El caracter indeleble del tatuaje así como el dolor que hay que soportar para su realización deben pensarse como un umbral que no se supera, por ejemplo, al ponerse una remera o postear en redes sociales. Es una marca permanente a partir de la cual se reconoce a lo político y colectivo como intrínsecamente ligado a la identidad personal, como constitutivo de un sujeto que se presenta al mundo a partir de este símbolo.

Aarón Attias Basso*

Deja una respuesta