Revisión de la geopolítica clásica. La relación espacio-poder como campo problemático
Este trabajo se propone aplicar la estrategia revisionista al campo de la geopolítica signado por su fuerte raigambre “eeuurocéntrica”[1]. Dicha modalidad de intervención intelectual es uno de los núcleos fundamentales de la vasta y fecunda tradición del pensamiento nacional -latinoamericano cuya misión principal consiste en desmontar las determinaciones de poder que operan por detrás y a través de los conceptos y nociones comunes instaladas. Se trata de un intento por situar -política, epistémica y espacialmente- a la geopolítica con el fin de refuncionalizar sus premisas constitutivas desde un tiempo y lugar específico de la periferia del mundo, América Latina a inicios de 2023. Para ello, se recurre a desarrollos teóricos del pensamiento nacional-latinoamericano en intersección con aportes provenientes de la geografía contemporánea en su giro político y cultural, con vistas a la gestación de una geopolítica nuestroamericana como horizonte omnicomprensivo en el marco del actual contexto reconfiguración “tectónica” del orden mundial.
El orden mundial en ciernes pulsa -cada vez más – hacia la conformación de una estructura de poder multipolar en un contexto de creciente conflictividad que, como vemos en el caso de Ucrania y otros escenarios bélicos en curso, no excluye el plano militar. Un contexto crítico que va generando dramáticamente las condiciones para el relanzamiento de la unidad continental bajo nuevas coordenadas histórico y geográficas.
Como primera aproximación, se realiza una revisión crítica de las premisas y supuestos de la geopolítica clásica tanto como de sus cuestionamientos posteriores, provenientes de distintas vertientes académicas e intelectuales que tendieron a desestimar – cuando no a invalidar y denostar- sus premisas epistémicas y categorías teóricas mediante una operación intelectual que tiende a tirar “al niño junto al agua sucia” y niega en ese movimiento de repulsa intelectual el vínculo inextricable entre espacio y poder.
Revisión de la geopolítica clásica
La Geopolítica, la “ciencia maldita”, al decir de Vivian Trías (en Jaramillo, 2014), aborda como objeto primario de estudio la relación entre espacio y poder. Específicamente, estudia la incidencia de los factores geográficos en las relaciones de poder en el nivel internacional y en la evolución de los estados. Estas es su acepción clásica hegemonizada por las escuelas inglesa, norteamericana, alemana y francesa. Su desarrollo se encuentra directamente vinculado a la consolidación de los estados-nación europeos, especialmente aquellos dotados de mayor capacidad para proyectar sus intereses más allá de sus fronteras hacia fines del siglo XIX. Asimismo, su derrotero se encuentra estrechamente ligado a la esfera militar en el contexto de expansión planetaria del capitalismo en su fase imperialista.
El redespliegue espacial del capitalismo occidental a partir del siglo XIX -con Gran Bretaña y Francia como núcleos- es consecuencia de la dinámica desatada por la revolución industrial inglesa y la revolución francesa. La ampliación incesante de mercados para la colocación de la producción de sus industrias y el suministro continuo de materias primas no disponibles en al interior de sus límites geográficos se tornan necesidades estratégicas de las naciones industriales. A posterior, se suman a la conquista y control de territorios coloniales Alemania, Italia, Japón y EEUU en un proceso de fuerte disputa interimperial que tiene como desenlace la primera guerra mundial.
El término “geopolítica” comienza a utilizarse en 1899 a partir del politólogo de origen sueco Rudolf Kjellen debido necesidades de los estados poderosos de pensar -y actuar- en geografías distantes, más allá de sus límites jurisdiccionales. No obstante, el pensamiento que vincula el medio físico con procesos políticos había comenzado en Europa con anterioridad. Pensadores y cuadros diplomáticos de los estados absolutistas definen estrategias a partir de la realidad abierta por la conquista europea de América que implica un fenomenal traslado y acumulación de riquezas hacia el viejo continente. El tratado de Westfalia de 1648, es considerado el inicio de las relaciones internacionales en strictu sensu. En ese momento comienza a configurarse el estado territorial moderno y la estructura de poder mundial de base estadocéntrica. Las elites del “concierto europeo” disputan y compiten por el acceso a las ventajas y beneficios materiales que el “nuevo mundo” posibilita.
Kjellen abreva en los desarrollos teóricos del geógrafo alemán Friedrich Ratzel (1844-1904) cuya perspectiva no puede deslindarse del contexto de fortalecimiento del estado germano en su disputa con las potencias ya consolidadas de Francia e Inglaterra. Ratzel es uno de los fundadores de la geografía y la antropología contemporánea con un pensamiento -contrariamente a lo habitualmente divulgado- sutil y complejo. En los ámbitos universitarios suelen acentuarse -únicamente- sus planteos deterministas fundados en perspectivas biologicistas y organicistas propias de la visión positivista dominante (Gómez Mendoza, 1994). Asimismo, la obra de Ratzel es asociada a las tesis hitlerianas dado que sus planteos teóricos principales como el Lebensraum o espacio vital (1901) fueron tomados por el geopolitólogo alemán Karl Haushofer (1869-1946) en la década del veinte e inspiró a estrategas nazis.
En su conceptualización sobre el espacio vital, el estado aparece como un “ser vivo” cuyo comportamiento se encuentra determinado por las características del mundo físico-natural. Sin embargo, el marco general de su obra no implica un abordaje de tipo esquemático ya que deja un lugar decisivo a los pueblos y los estados en su lucha por la adaptación al medio.
Ratzel plantea que debido a la industrialización, al aumento de población y a la transformación de los valores culturales los estados deben, para su prevalencia en el escenario internacional, alcanzar dimensiones continentales. Methol Ferré (2009), resalta que Ratzel, quien había vivido en EEUU entre 1874 y 1875 y recorrido buena parte de su territorio, si bien estaba orgulloso del gran salto industrial de la Alemania del Bismark toma conciencia in situ que el gigante norteamericano representa varias Alemania y Francia juntas. Sus dimensiones inabarcables impulsan el tendido de vías ferroviarias transcontinentales y enormes conglomerados industriales. Todo adquiere horizontes inconmensurables gracias a instrumentos como el ferrocarril, las carreteras, el telégrafo y el teléfono, “que permiten levantar un sistema estatal orgánico de máximas dimensiones continentales” (Weigert en Methol Ferré, 2007: 28), en una escala inalcanzable para los estados europeos. Ante esta realidad desarrolla el concepto de “Estados Continentales Industriales”, en tanto nuevo umbral de poder que supera a las estructuras de los tradicionales estados nacionales.
Ratzel anticipa la era del continentalismo aún antes de la primera guerra mundial. Identifica a Rusia como el posible rival de EEUU dadas sus dimensiones continentales en la medida que profundice el proceso de industrialización. Alerta que Europa debe unirse para oficiar de poder de equilibrio ante la aparición de estas grandes masas geográfico-políticas, o bien, aceptar su desaparición como sistema de poder en el siglo XX, el cual sería dominado por espacios nacionales continentales industrializados.
A partir del impacto que le suscita la idea de continentalismo, Haldford Mackinder – otro de sus padres fundadores de la geopolítica clásica y miembro de la Real Sociedad Geográfica de Londres- aborda analíticamente los desafíos que acechan a la supremacía británica fundada en el dominio de los mares. Mackinder alerta sobre el peligro que representa para el predominio británico mundial la emergencia de los vastos poderes continentales de Rusia y Estados Unidos. En una famosa conferencia de 1904 “El pivote geográfico de la Historia” identifica la lucha entre el poder marítimo dominado y el poder terrestre como conflicto estructural que subyace en la rivalidad histórica entre Inglaterra y Rusia. El autor ubica como “pivote geográfico” el centro del inmenso territorio asiático que se encuentra afuera del alcance del poder naval británico. Una verdadera “isla mundial” conformada por Europa oriental y Asia central, sobre cuyo Heartland o área central “pivotean” dos grandes regiones: la Marginal creciente o Rimland, lugar de encuentro entre los ámbitos terrestre y marítimo que incluye las islas británicas, el resto de Europa y las islas de Japón; y la Insular creciente o Heartland que abarca África, América y Oceanía. La teoría de Mackinder establece que el poder terrestre tendrá una mayor ventaja frente al dominio marítimo por su inaccesibilidad por mar, el aprovechamiento de los rápidos medios de comunicación terrestres como el ferrocarril y por la explotación de los recursos de la zona. El autor afirma que la nación que domine la “isla mundial” controlará más del cincuenta por ciento de los recursos del mundo y por tanto alcanzará una posición de predominio mundial: “el que domine Europa central controlará la isla mundial y el que domine la isla mundial dominará el mundo” con el fin de detener la alianza ruso-alemana en ciernes que pondría en peligro el poderío británico. Dugin (2018) considera que, en rigor, la geopolítica como sistema de pensamiento es una creación británica a partir de la obra de Mackinder.
Los aportes de la geografía política alemana no dejan de ser reactivos a esa realidad constrictiva marcada por el mercado mundial prefigurado por Gran Bretaña a través de “diplomacia y cañoneras”.
El planteo de Mackinder es contrarrestado por la visión del almirante norteamericano Alfred Mahan (1840-1914) en su obra “La influencia del Poder Naval en la Historia” (1890). Este autor resalta la importancia del control de los mares en la vida y desarrollo de los pueblos y en el control mundial, a tono con el despliegue norteamericano una vez consolidada su unidad como nación continental al cercenar la mitad del territorio mexicano en 1845, avanzar sobre el mar de Cuba y Puerto Rico, segregando la provincia de Panamá de Colombia y anexando Filipinas y las islas Guam, todos vestigios del antiguo imperio español, a fines del siglo XIX. Estos hechos marcan el pasaje norteamericano del “cowboy al marine”.
La importancia del poder naval es retomado por Nicholas Spykman (1893-1943) -considerado el padre de la geopolítica norteamericana- quien sostiene que es posible dominar el Heartland controlado o por la Unión Soviética a partir del control del Rimland con base en el poder naval. Su lectura estratégica influye mucho a los estrategas de la política exterior norteamericana durante y después de la segunda guerra mundial, como George Kennan, Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski.
La geopolítica aparece entonces como un saber surgido de la necesidad de los estados poderosos a finales del siglo XIX. Constituye una forma de pensar y actuar estratégicamente en el medio de la pugna incesante por la defensa del posicionamiento en la pirámide de poder mundial. El resultado de esas disputas determinará el control y usufructo colonial -y semicolonial- de los recursos de vastas regiones a lo largo y ancho del planeta. Agnew (2002: 28), le atribuye un significado específico: “el examen de los supuestos, clasificaciones y explicaciones geográficas que participan en el diseño de la política mundial” visibilizando “(…) una característica fundamental de la modernidad europea (su) insistencia en hacerse cargo del mundo”.
Esta tradición geopolítica funcional al poder dominante occidental tuvo su correlato “mimético” en América Latina al interior de las distintas unidades políticas que devinieron desde principios del siglo XIX. El pasaje que va desde la fragmentación de la unidad fundante americana, luego de la caída del orden colonial, hasta la implantación del orden oligárquico agro-minero-exportador estuvo estrechamente vinculado, en primer término, al poder británico en expansión y, luego, a la emergencia de EEUU como potencia regional.
Los estados latinoamericanos transpolaron las categorías imperiales de manera más o menos lineal como si el solo atributo formal de soberanía estatal equiparara sus intereses y necesidades con las de aquellos estados ubicados en la cúspide del poder mundial. Las elites oligárquicas en el gobierno no asumían el carácter subordinado y neocolonial de lo que el pensador nacional Arturo Jauretche denominó “patrias chicas” respecto de los centros de poder mundial y fueron conformando sus regiones periféricas. Al respecto, Paradiso (2007) desarrolla el concepto de periferidad para ampliar los alcances de la interdependencia asimétrica de las relaciones centro- periferia que abarcan mucho más que la sola subordinación económica del conjunto latinoamericano a los centros de poder mundial (que establece el intercambio de “oro por espejitos de colores” o “trigo por acero”) sino que evoca una compleja trama de construcciones culturales, ideas y sistemas de creencias en el plano ideacional provenientes de un centro referencial, Inglaterra y EEUU en lo económico y Francia en lo cultural.
Bandera argentina, Enrique Breccia
Así, escuelas geopolíticas de la “patria chica” se sucedieron en cada una de las “naciones municipales”, al decir de Abelardo Ramos (2012). También tematizado por el chileno Pedro Morandé como “polis oligárquica” (en Perrota, 2014). Una suerte de “estados-ciudad” que ejercían el control en enormes hinterland con abundancia de productos exportables (la pampa húmeda en el caso argentino) generalmente poco habitados y estrechamente vinculados al imperio británico a través de puertos principales con muy poca comunicación entre sí desandando tres siglos de amalgama política y cultural a pesar de las vastedades geográficas y la precariedad de medios de transporte.
En este marco de subrogancia epistémica, la principal hipótesis de conflicto de los estrategas al interior de cada uno de los países latinoamericanos se centraba en la competencia y confrontación con los estados vecinos ratificando en la práctica el lugar de subordinación respecto de los poderes mundiales de turno contra los cuales no se planteaba una ruptura o vocación autonómica. En la región tenemos la disputa entre Argentina y Brasil por el predominio subregional a través del cual se expresaba, a inicios de siglo, la rivalidad en sordina entre Gran Bretaña y EEUU por áreas de control e influencia. La necesidad estratégica de las potencias occidentales consistía en impedir la conformación un bloque de poder regional, en resguardo de sus intereses muy particularmente la unión entre Argentina y Brasil (Moniz Bandeira, 2004) en tanto núcleo básico de aglutinación suramericana (Methol Ferre, 2009). De ahí que Ruy Mauro Marini hablara del “subimperialismo brasileño”.
En esta línea, se ubican el pensamiento geopolítico latinoamericano ligados a las fuerzas armadas como Mario Travassos (1981-1973), Golbery Couto e Silva (1911-1987) para el caso de Brasil y los trabajo del Coronel Felipe José Marini (s/d) y el Contraalmirante Jorge Fraga (s/d) para el caso de Argentina que tendieron a percibir al propio país como “isla” respecto del conjunto regional. Una excepción la constituye el pensamiento del general argentino Juan Enrique Guglialmeli (1918-1983) que en su obra “Geopolítica del Cono Sur” propone superar la anacrónica rivalidad entre Argentina y Brasil estableciendo una alianza estratégica entre ambos países.
Espacio-poder como campo problemático
En tanto “saber estatal” del poder occidental, la geopolítica se constituyó como un campo de producción de conocimiento eminentemente práctico y realista supeditado a la agenda de los estados poderosos en expansión ajeno -y por fuera- de la lógica de las disciplinas académicas. La tradición geopolítica recibe fuertes cuestionamientos por parte de las humanidades y las ciencias sociales así como también del pensamiento nacional-latinoamericano aunque con énfasis y propósitos diferentes. Por un lado, uno de tipo ético-político dado su carácter imperialista, al estar al servicio del despliegue mundial de las potencias imperiales. Por otro, un cuestionamiento de tipo epistémico, debido al fuerte sesgo determinista en el abordaje de la relación espacio- poder. Así, la incidencia de los factores geográficos (restringidos a la esfera de lo físico-natural) en las relaciones de poder se planteaban de manera naturalizada y unilineal, en un vínculo directo de causa-efecto, desde un vector que va del espacio geográfico al poder -y no al revés – y ajenos a cualquier otra consideración. Desde esta forma de tematizar la relación espacio-poder se intenta justificar la usurpación occidental de regiones y sus recursos a partir de visiones esencialistas del territorio, del poder y del orden jerárquico mundial.
Sin embargo, esta operación de rechazo epistémico desde el ámbito académico a la geopolítica, guiado por su connotación de “ciencia nazi” tiende a tirar “el bebé junto con el agua sucia”, esto invisibiliza en ese movimiento de repulsa intelectual la fuerza heurística de la imbricación espacio-poder como factor explicativo ineludible de la estructuración y reproducción de las relaciones sociales de poder a diferentes escalas.
No obstante, a partir de los años sesenta el vínculo entre espacio y poder deja de ser objeto exclusivo de agencias diplomáticas y militares para despertar interés en círculos académicos. Se realizaron intentos consistentes por superar la pretensión de mantener una supuesta “pureza ideológica” dentro de las ciencias sociales y humanidades – específicamente en la geografía humana- negando cualquier tipo de aproximación a la geopolítica por considerarla una amenaza a los criterios epistemológicos de validación científica (Agnew, 2002).
La figura más representativa de esta vertiente es el geógrafo francés Ives Lacoste (1929), quien realizó un estudio geográfico como consejero del gobierno de Vietnam durante los años 70, referido a los impactos territoriales del bombardeo norteamericano. Sostiene en su conocido trabajo La geografía una arma para la guerra (1976) que la geopolítica podría ser un instrumento no solo de los dominadores sino también de los dominados sumado a otros desarrollos de la geografías críticas o radicales sobre todo en el ámbito anglosajón.
Esta perspectiva convive en el escenario de postguerra fría con la plena vigencia de enfoques de la geopolítica imperial con asiento en think tanks del establishment norteamericano. Valga como ejemplo, el desplegado por Henry Kissinger (1923) quien puso de nuevo en circulación el término “geopolítica”, aplicándolo a los aspectos globales de las relaciones internacionales desde los intereses norteamericanos. Y también los trabajos de Zbigniew Brzezinski (1928-2017), entre los más representativos de esta corriente que se reclama heredera intelectual de la geopolítica tradicional junto con otros pensadores como Colin Gray, Samuel Huntington con su obra Choque de civilizaciones (1996) y Robert Kaplan en su libro La venganza de la geografía (2013). Dichos trabajos se enmarcan en la actividad militar y geoestratégica de Estados Unidos en sus esfuerzos por mantener su predominio imperial. Con una orientación imperialista similar se funda en París en 1982 el Institute International de Géopolitique.
El soguero, Enrique Breccia
Las actuales transformaciones del orden mundial con la puesta en cuestión del orden tecno-financiero global junto con el llamado “giro espacial” del pensamiento social comienzan a horadar –parcialmente- el rechazo sin más de la tradición geopolítica antes ideológico que estrictamente cognoscitivo. Si el “pensar espacial” es funcional a las determinaciones de poder hegemónicas la espacialidad en sí misma deviene locus de la acción política subalterna, contracultural o emancipatoria. Por otra parte, la multiplicidad de actores, procesos y poderes fácticos operan en diferentes escalas de actuación más allá –o incluso a través o desbordando- la propia estructura de los estados y el nivel diplomático. A su vez, la relación espacio-poder no se expresa de manera lineal ni unidireccional. Tampoco de un modo unívoco de causa-efecto. Constituye un vínculo dinámico, multidimensional y multiescalar en tanto el espacio no se restringe a la esfera de lo natural ni locacional dado su naturaleza social (por tanto histórica y conflictiva) fuertemente vinculada –incluso- a lo vivencial e identitario que se expresa en múltiples campos del conocimiento e instancias vitales.
De esta manera, no es posible abordar la geopolítica sin “abrir” la premisa nodal que sustenta su sistema de categorías fundada en la relación espacio-poder. Constituye un horizonte omnicomprensivo a partir del cual es posible problematizar –incluso- la propia noción de “interrelación” entre uno y otro polo de la relación. Esta noción presupone una diferenciación nítida entre espacio y poder, como si fueran esferas independientes con existencia previa a su puesta en vinculación y no instancias ontológicas co-constituidas. Espacio y poder son, en efecto, parte inextricable de la realidad empírica. Sin embargo, no deben considerarse desde el empirismo ingenuo como “objetos” escindidos sino desde su imbricación constitutiva. No hay poder sin espacio y viceversa.
La multidimensional involucrada complejiza las perspectivas geopolíticas al expandir enormemente el campo de estudio y sus áreas de incumbencia marcando el pasaje de la geografía física a la geografía humana como factor explicativo en las relaciones de poder a diferentes escalas de análisis.
En este sentido, el pensamiento geográfico desde hace ya varias décadas dejó de concebir al espacio como un mero receptáculo físico donde apenas se montan procesos políticos, económicos o culturales definidos en otras esferas. Según la concepción contemporánea, la espacialidad trasciende, incluso, la noción que refiere su importancia en términos de base material del estado o del mercado, a partir del desarrollo de infraestructuras y redes de transporte, por ejemplo. El giro cultural y político de la geografía antes referido discute con el legado materialista de la disciplina geográfica inscripta en el racionalismo occidental, no en el sentido de que la geografía deba abandonar el abordaje de la realidad material sino en cuanto a la necesidad de incorporar en el análisis la subjetividad, la sensorialidad, las representaciones, las percepciones y los imaginarios en tanto dimensión constitutiva de lo humano y, por tanto, prerrequisito inescindible en la configuración de los espacios, «la razón por sí sola no permite descifrar plenamente el comportamiento de las personas en su mundo cotidiano» (Lindon-Hiernaux, 2012).
Asimismo, la categoría de espacio geográfico trasciende el análisis locacional de elementos en un área dada, una distribución que en sí misma explica poco sino se establece una conexión de sentido con otros elementos o factores de carácter más amplio. Metodológicamente, la pregunta llave ya no sería solo el dónde de las cosassinoel por qué de las cosas ahí. Tan importante como saber dónde está la capital de Argentina, por caso, es comprender por qué se emplazó ahí, porque devino el centro político de un estado-nación en formación y finalmente qué sentidos e implicancias produjo. La pregunta del por qué que le sigue a los qué y los dónde habilita una secuencia incesante de repreguntas, ¿Cuándo?, ¿cómo?, ¿quiénes? ¿a través de qué? ¿para qué?, ¿para quiénes? Las eventuales respuestas involucrarán aspectos históricos geoestratégicos, económicos, culturales, sociotecnológicos y ecológico-ambientales. El espacio deja de concebirse como contenedor para transformarse en un territorio singular, construido históricamente por sujetos sociales específicos. Espacios atravesados por relaciones de poder en las que los diversos sujetos históricos van apropiándose de él. Al punto tal que ese mismo espacio geográfico pasa a constituirse en una instancia activa o locus en esas disputas de poder. Relaciones entre grupos sociales que se expresan a través de la materialidad del espacio. Del espacio físico “neutro” al territorio ontológicamente investido por el fenómeno del poder.
Los territorios realmente existentes– más allá de su definición jurídica- constituyen la instancia material resultante o expresión de las relaciones conflictivas mediadas (condicionadas, constreñidas pero también empoderadas) por las formaciones espaciales, las cuales participan activamente tanto en los intentos por mantener el “estatus quo geográfico” como en los intentos por su transformación. Antes que ámbito fijo o pasivo de disputas, los conflictos históricos se expresan a partir -y a través- de realidades territoriales que -a su vez- intervienen incesantemente en las causas y procesos que las generaron.
Los espacios geográficos no solo son plausibles de ser apropiados materialmente sino también simbólicamente – al estimular ideas y valores- e identitariamente -al formar parte de nuestra estructura de sentimientos y sentidos de pertenencia. El conjunto vívido de representaciones, identificaciones y afectos que los lugares nos inspiran y provocan van configurando –también- los territorios en la medida que condicionan, obturan o promueven determinadas acciones u omisiones a partir y a través de ellos. Los espacios -dadas ciertas prácticas y usos sociales- pueden devenir en sí mismos agencia política e identitaria.
La presencia del sujeto no se reduce solamente a un posicionamiento locacional en un plano de coordenadas sino que es indisociable de sucesivos emplazamientos de tipo vivencial, ético-político y/o geocultural. El planteo marca el pasaje de la crasa topografía a una topología de tipo existencial, la cual implica una distancia o proximidad emocional de los sujetos involucrados que no tiene expresión numérica. Poco importa la distancia medida en km respecto de los espacios sino “cuánto tienen que ver conmigo, o lo que es lo mismo, o «como hago para llegar allá». Dado que no existe un acá sin un allá, un ahora sin un antes y un después ni tampoco un sí mismo sin un otro. La geografía también tiene que ver con mover cosas materiales e ideacionales a la vez.
La emergencia de ontologías territoriales no se explica a partir de esencias ni de constructos como cree el racionalismo tanto en su versión determinista como constructivista. La perspectiva aquí sostenida se aproxima más a la metáfora de sedimento. La idea de sedimento no deja afuera a las prácticas concretas de los sujetos involucrados que tanto el esencialismo como el constructivismo tienden a soslayar. El primero porque lo que se hace proviene desde un fondo ancestral y prepolítico, y el segundo, porque lo que se hace corresponde a un cálculo volitivo y arbitrario que no está condicionado -o estimulado – por la “rugosidad” histórica cristalizada. El espacio geográfico realmente existente tanto en el terreno como en el propio cuerpo – acaso el primer territorio- será aquel que logre sedimentar en el transcurso del proceso histórico incesante. En definitiva, algunos espacios geográficos son -o pueden devenir en- espacios existenciales.
Desde esta visión geopolítica ampliada, la caracterización de la globalización como fenómeno “desterritorializado” resultaría errónea. La pretensión de constituir un mercado único a escala planetaria “sin fronteras” no implica una «des» territorialización sino una «re» territorialización bajo nuevas lógicas de apropiación. No es que los territorios no están más porque “ya no importan”, tal como sugiere el prefijo des, los territorios en toda su multiplicidad, están en todos lados, siempre, no desaparecen solo que están intervenidos y (re) apropiados desde una nueva lógica cultural. En rigor, existe un proceso de desestructuración espacial al tiempo concomitante con una nueva reestructuración. Por tanto sería un proceso de des-re-territorización (Haesbaert, 2002).
Los sujetos principales del orden globalista (las élites financieras, tecnológicas y militares transnacionalizadas) despliegan sus estrategias más allá/ por detrás/ a través de la institucionalidad de los estados nacionales cuyos tienen incidencia decisiva tanto en los territorios concretos como en las subjetividades de quienes los habitan, transitan y se relacionan.
Las etapas históricas van sedimentándose como configuraciones espaciales las cuales incluyen tanto infraestructuras físicas y productivas, condiciones ecológico-ambientales, el marco político regulatorio –institucionalizado y de hecho – como las representaciones e imaginarios geográficos movilizados. Estas sedimentaciones simbólicas y materiales comienzan a incidir (determinando, condicionando, estimulando, obstaculizando, complejizando, etc.) las prácticas sociopolíticas tendientes tanto a la transformación del real-geográfico como a su mantenimiento (Soja, 1985).
Las recientes modalidades de intervención de la lógica cultural globalista operan con extrema capilaridad al estar estrechamente vinculadas a los dispositivos de información y comunicación de uso masivo que le permiten un alcance “molecular” junto a la lógica del algoritmo como nuevo dictum de la experiencia subjetiva e identitaria. O como decía Margareth Thatcher “nuestro método es el mercado nuestro objetivo el alma”.
Lo espacial, lo subjetivo y lo político aparecen entonces no como subsistemas de la totalidad de lo social sino como lugar constituyente de la propia experiencia vital. Politización, espacialización, subjetivación como un nudo borromeo cuyos lazos se anudan mutuamente de manera inextricable. En ese sentido ampliado, toda expresión humana es “geopolítica”.
Por consiguiente, la geopolítica más que una disciplina o sub área del conocimiento en strictu sensu constituye, antes bien, un campo problemático que emerge en tanto dimensión constitutiva de la propia condición humana.
Existen otras escuelas geopolíticas periféricas, no obstante, surgidas no en la cúspide de la pirámide de poder sino de manera reactiva a sus determinaciones, que asumen este horizonte complejo, omniabarcativo y situado condensado en la tríada espacio-poder-sujeto.
Tal es el caso de la geopolítica rusa a través de uno de sus principales exponentes en la actualidad, Aleksandr Dugin (1962) quien recientemente realizó una serie de conferencias en la Argentina. El autor desarrolla la Teoría del mundo multipolar y la Cuarta teoría política en el marco de lo que llamó una geopolítica existencial.
La obra de Dugin, surgida del contexto de debacle de la URSS luego de la caída del muro de Berlín, supone una ruptura tajante con la cosmovisión occidental imperante racionalista tanto en su versión marxista como neoliberal. Recupera dos elementos nodales para pensar el orden mundial emergente desde 1989. Por un lado, reintroduce el ya citado continentalismo como única vía posible para preservar alguna cuota de poder y autonomía efectiva por parte de las periferias planetarias y, por otro, la defensa de las tradiciones y la pertenencia identitaria que no debe catalogarse -al modo del racionalismo filosófico- como “esencia” o “regresión” anacrónica sino que debe pensarse desde la idea de reconexión con el propio legado histórico-cultural que implica un vínculo “no con el pasado sino con lo eterno” (Dugin, 2018a) ante el vacío y la desustanciación espiritual promovida por la lógica del capital llevada hasta el último confín de la vida. Dugin propone una suerte de “entroncamiento existencial del hombre con su geografía espiritual” (2018b) sobre la base de identidades y tradiciones locales para repetirlas creativamente. Por el contrario, darle la espalda es condenarse a la falta de raíces y ceder la propia sustancia como sujeto al orden “eeuurocéntrico”.
Dugin entiende que el continentalismo expresa la escala política necesaria para conformar una civilización-continente capaz de contrarrestar al orden atlantista neoliberal. El autor reintroduce el eurasianismo iniciado en la época zarista en la geopolítica de Rusia luego de la caída de la URSS, una categoría ajena al horizonte teórico marxista. La reflexión geopolítica de la escuela eurasianista representa el punto de vista de la tierra o telurocracia (asentada en lo sagrado y las tradiciones) en oposición al desafío talasocrático atlantista (civilización capitalista liberal, moderna, individualista, tecnocéntrica y materialista). El traslado del centro atlantista de Londres a América del norte, considera el autor, representa el mayor acontecimiento geopolítico de la historia del siglo XX (Dugin, 2018a).
En la teoría del mundo multipolar incluye un llamado a los distintos pueblos a encontrar unidad continental a partir de la idea de pertenecer a una misma tradición y una misma forma de arraigo al suelo. Un tipo cultural-histórico que tenga un mismo objetivo de lucha contra la lógica cultural del capitalismo globalista.
El atlantismo, en términos duginianos, parece disponer de los dispositivos tecno-comunicacionales capaces de formatear el homos economicus, un sujeto ontológico a su medida. En este contexto, ante el avance de la lógica del capital hasta la “última trinchera ontológica” constituida por la conciencia y la propia estructura psíquica de los sujetos, la defensa de las tradiciones reemerge como lo verdaderamente transgresor al orden de poder en ciernes.
Desde un horizonte de sentido sumamente disruptivo con la cosmovisión racionalista occidental Dugin desarrolla su cuarta teoría política que intenta superar a las tres teorías políticas clásicas de la modernidad (el liberalismo, el comunismo, el nacionalismo). Según el autor, ninguna de ellas se encuentra a la altura de conformar una civilización a escala continental, en tanto dicha escala resulta condición de realización de un contrapoder efectivo ante las consecuencias del orden globalitario anglonorteamericano.
Hacia una geopolítica nuestroamericana. El poder desde acá.
¿Cómo pensar – y actuar- geopolíticamente desde acá? Desde una mirada situada que parta desde la realidad que nos constituye en América Latina, dramáticamente signada desde su formación por su condición periférica de los centros promotores de la modernidad occidental.
Desde esta perspectiva geopolítica ampliada es posible identificar – no obstante la mayor apertura de los saberes sobre espacio y poder en el ámbito de las disciplinas humanas y sociales- una mayor fuerza heurística en el campo del pensamiento y el ensayo político y cultural desarrollado por fuera de la geopolítica en tanto disciplina.
La vasta y fecunda producción del pensamiento nacional -latinoamericano – y no solo la obra más estrictamente geopolítica desarrollada por Methol Ferré, Arturo Jauretche en “Ejército y política” o el pensamiento estratégico de Juan Domingo Perón- con todo el legado de la unidad continental puede inscribirse dentro de esta perspectiva geopolítica situada o nuestroamericana en tanto implica vislumbrar – no para contemplar sino para habitar – el mundo desde acá.
El vasto legado de unidad continental –eje vertebrador del pensamiento nacional latinoamericano- aparece como un respuesta geopolítica que reinvierte la (pre) potencia de las determinaciones provenientes de la cúspide de la pirámide de poder mundial desde una dimensión ontológica cultural.
En términos geopolíticos estrictos, el continentalismo latinoamericano resulta semejante al eurasianismo, no así en términos geoculturales ni en su sentido existencial. Dice Kush al respecto, “(…) No se remedia el encuentro con lo americano preguntando al indígena cómo es América, ni tampoco en repetir un inveterado folklorismo, como se suele hacer. Hacer esto no es más que cubrir con máscaras la propia y desnuda cara, y elaborar una cultura americana por el lado de afuera, (…) Una cultura americana no ha de consistir en ver alguna vez un cuadro y decir que ese cuadro es americano. Lo americano no es una cosa. Es simplemente la consecuencia de una profunda decisión por lo americano entendido como un despiadado aquí y ahora y, por ende, como un enfrentamiento absoluto consigo mismo” (Kusch, 2011: 105).
En esta decisión sacrificial de búsqueda y redescubrimiento de lo propio, se ubica la generación del 900 de pensadores como José Rodó (1871-1917) , Manuel Ugarte (1875-1951), José Martí (1853-1895), Rufino Blanco-Fombona (1874-1944), Francisco García Calderón (1834-1905) y José Vasconcelos (1882-1959), entre otros, que a principios del siglo XX abordaron en sus ensayos literarios y políticos la riqueza, complejidad y fuerza heurística de la amalgama espacio, cultura y poder del estar en el acá del mundo. Sus obras surgen como respuesta de la elevación del estatus de poder del primer estado nacional industrial del mundo, EEUU, como potencia regional. Representan un alerta acerca del “peligro yanqui” que implica su expansión para la defensa de la soberanía no solo política, económica y territorial sino, además, cultural y espiritual de nuestros pueblos de la América del Sur.
Desde otra perspectiva, Marcelo Gullo (2015) en su teoría de lainsubordinación fundanteofrece elementos para pensar la relación cultura-espacio-poder desde la periferia. No es lo mismo que pensar en la periferia sino “pensar para dejar de ser periferia” (Gullo, 2015:23). También sostiene que las potencias en su pensar imperial han analizado con mayor sistematicidad la dimensión espacio-poder. Los estados situados en la periferia solo pueden trocar su condición de “objetos” en “sujetos” de la política internacional a partir de un proceso de insubordinación fundante que implica una ruptura epistémica con las categorías funcionales a los parámetros del poder hegemónico establecido. El autor resalta que todos los procesos emancipatorios exitosos fueron resultado de una adecuada conjugación de insubordinación ideológica respecto del pensamiento dominante y de un eficaz impulso estatal capaz de provocar una reacción en cadena de todos los factores que, en potencia, permiten elevar el umbral de poder de las naciones. Entre ellos, el control normativo sobre el mercado, el desarrollo de sólidos aparatos industriales, la conformación de una visión ideológica-cultural propia y el aumento de la capacidad disuasoria de las fuerzas armadas como una herramienta de la política exterior.
El concepto de umbral de poder trabajado por el autor se define como un quantum de poder mínimo necesario por debajo del cual cesa la capacidad autonómica de una unidad política al interior de la estructura de poder mundial. Se trata de un poder mínimo necesario para no caer en un estado de subordinación en un momento determinado de la historia (Gullo, 2015:45).
El aumento de la capacidad de poder es lo que hicieron las ciudades-estado respecto de los antiguos reinos y lo que hizo el estado territorial al convertir dichas ciudades-estado en unidades subordinadas. De la misma manera, los estados industriales occidentales convirtieron grandes espacios geográficos en colonias o semicolonias en su propia periferia. La decadencia española y portuguesa en el siglo XVII tuvo que ver en parte con su incapacidad para convertirse en productores de manufactura (Gullo, 2015). La elevación del umbral de poder debido al impulso estatal y la insubordinación ideológica es lo que le ha permitido a Alemania, Japón, EEUU y la URSS en distintos momentos de la historia -y actualmente de China y Rusia- alcanzar capacidad autonómica frente al orden anglonorteamericano. Dicho orden económico, a su vez, se funda en la filosofía del individualismo liberal que en el plano internacional se plasma en la equiparación de los propios países a “individuos competitivos” reduciendo en la práctica toda su densidad histórica y cultural a meros segmentos indiferenciados del mercado internacional, más allá de todo eufemismo de la retórica diplomática.
Resulta interesante la recuperación del desafío de la obra de Manuel Ugarte para repensar la actual realidad latinoamericana a inicios del siglo XXI. Su obra, consecuencia directa de la emergencia del imperialismo norteamericano a inicios del XX, emerge como un salto en la imaginación territorial acerca del sentido de nacionalidad a escala continental condensada en la expresión por él acuñada de Patria grande. Es decir, el sentido de pertenencia intrínsecamente ligado a un territorio precisamente en el momento en que comenzaban a sedimentarse las nacionalidades restringidas de cuño oligárquico. Al igual que en tiempos de Ugarte, vivimos en un contexto de dramática reconfiguración del orden mundial, ahora con la emergencia de un bloque de poder conformado por China y Rusia que pone en cuestión la hegemonía norteamericana en el comando del capitalismo globalizado. Contexto en que EEUU, precisamente por causa de ello, se reposiciona ferozmente en su “patio trasero” latinoamericano. Ninguno de los desafíos que atraviesa nuestra región puede ser abordado políticamente desde la soledad de nuestras “patrias chicas”. Exigen respuestas continentales, que es la escala real de intervención de los poderes fácticos mundiales en la etapa actual del orden globalitario tecno-financiero.
*Ernesto Dufour es Licenciado en Geografía, docente investigador en UNLa y miembro del Observatorio Malvinas de la Universidad.
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[1] “Eeuurocéntrico” es un neologismo que propone Porto Gonçalves (2016) para describir la hegemonía europea/estadounidense que coloniza el mundo desde 1492 a partir de centros imperiales sucesivos: Ibérico, Británico, y Estadounidense, todos situados en el Atlántico Norte que por primera vez en los últimos 500 años estaría dando un giro geográfico en dirección al océano pacífico.