Entrevista al politólogo y doctor en Filosofía Pablo Martín Méndez
Desde que Javier Milei asumió el gobierno lleva adelante una serie de políticas, ya anunciadas en campaña, por un lado de liberación de precios tanto de alimentos como de servicios de salud, educación, combustibles y por otro de quita de subsidios al transporte y a los servicios energéticos a los programas de compras instaurados por gobiernos anteriores como «Ahora 12» y por si fuera poco el ministerio de Capital Humano –antes Ministerio de Desarrollo Social de la Nación- suspendió la entrega de alimentos a comedores y merenderos de todo el país en un contexto inflacionario de más de veinte por ciento mensual.
Para comprender un poco más sobre los cambios sin precedentes que impulsan los libertarios, en co-gobierno con el PRO, Investigación en Movimiento dialogó con el politólogo, doctor en Filosofía y docente investigador de nuestra Universidad Pablo Méndez, quien estudia e investiga sobre liberalismo y neoliberalismo, las matrices ideológicas del Presidente y sus socios.
¿Qué implica un gobierno liberal?
Para empezar diría que no hay gobiernos cuya orientación pueda ser definida unilateralmente. No sólo en la jerga política, sino también en las ciencias sociales, tenemos la costumbre de definir a tal o cual gobierno como liberal, nacional-popular, de derecha, de izquierda entre otros. Ahora, si algo nos ha enseñado la realidad política de estos últimos años es que, tanto en la Argentina como en el resto del mundo, los gobiernos son el resultado de un complejo ensamblaje entre saberes técnicos, políticas públicas, diagnósticos de situación, visiones del mundo y proyectos de sociedad que a veces no se enuncian de manera explícita, pero que, por lo general, están presentes y orientan en mayor o menor medida la toma de decisiones. Por supuesto, en toda esta compleja trama intervienen actores provenientes de diversos sectores: dirigentes políticos de distinta trayectoria, actores del sector empresarial y financiero, los medios de comunicación, el sindicalismo, los referentes del mundo social y de la Iglesia, entre muchos otros. Un gobierno es la emergente de un entrecruzamiento de líneas que no siempre van en la misma dirección y que suelen rearticularse en la dinámica del día a día. Entonces, ¿qué nos permite decir que un gobierno es “liberal”? ¿Cómo podemos englobar un entramado tan complejo de actores e ideas bajo una sola etiqueta? Estas preguntas tienen múltiples respuestas.
Podemos definir a un gobierno por el discurso y las propuestas de quienes conforman el poder ejecutivo, por sus políticas concretas o por sus resultados al mediano y largo plazo. Mi propuesta –que padece de limitaciones como cualquier otra– consiste en definir la orientación ideológica de un gobierno a partir de tres variables. Primero, la forma en que se hacen “diagnósticos” de situación o se define tal o cual aspecto de la realidad como un problema a resolver. Segundo, las medidas propuestas para resolver ese problema, incluyendo las políticas públicas, obviamente, pero además un cálculo de costos en términos económicos, sociales y políticos, unas técnicas y unos saberes que se consideran necesarios para intervenir la realidad definida como problemática, además de las narrativas puestas en juego al momento de legitimar lo que se hace o deja de hacer. Finalmente, y en relación con esto último, están las metas o proyectos de sociedad hacia los cuales se pretende avanzar resolviendo problemas con diferentes métodos. Desde mi punto de vista, ese cruce de variables es lo que define el carácter de un gobierno. Por ejemplo, si un gobierno considera a la desigualdad económica y social como un problema, si para ello implementa políticas redistributivas, incentiva la demanda agregada y prioriza el mercado interno, sabemos perfectamente de qué gobierno se trata y hacia dónde apunta.
Las visiones liberales no conciben a la desigualdad como un problema; al contrario, la consideran como un elemento esencial para el funcionamiento de la competencia de mercado. Es decir, que sin desigualdad no habría competencia entre empresas e individuos. Esto no implica necesariamente que los gobiernos liberales se desentiendan de la realidad. Toda implementación de un modelo económico debe ser gobernable en algún punto y contar con la tolerancia de al menos una parte de la población. La cuestión es que, cuando se trata de desigualdad, el liberalismo trastoca las políticas reformistas por la gestión. La desigualdad es un tema a gestionar, y no una realidad que exige reformas de fondo. En esa línea, las respuestas que se suelen dar –y a esto lo hemos visto en diferentes momentos históricos y en diversos lugares del mundo, incluida América Latina – es brindar “herramientas” mínimas y necesarias para que empresas e individuos puedan ingresar en la lógica competitiva del mercado. Antes que seguros de desempleo o mejores salarios, microcréditos y planes de capacitación implementados desde diferentes niveles del Estado –desde Nación hasta los Municipios– para realizar emprendimientos u otras actividades que permitan a los sectores más desprotegidos insertarse en algún pequeño nicho de mercado. Las denominadas “trasferencias monetarias condicionadas” recetadas por el BID y el Banco Mundial para América Latina son un buen ejemplo al respecto. La literatura suele denominarlas como “políticas focalizadas”. El Estado transfiere un determinado monto de dinero hacia sectores puntuales identificados en condición de “vulnerabilidad”, a condición de que cada beneficiario reciba una capacitación y pueda volver a insertarse en el mercado. Entiéndase bien, se dan ciertas herramientas para competir, los resultados van a cuenta del beneficiario. Lo mismo ocurre con los sectores asalariados. A las subas salariales por antigüedad, jerarquización, etcétera, se le ha venido a sumar, durante las últimas décadas, la capacitación como condición para obtener un mejor ingreso.
Sin lugar a dudas, aquí lo público se entrecruza con lo privado. Con esto no quiero decir que la capacitación sea de por sí una herramienta liberal. Toda herramienta adquiere sentido dentro del marco de la política en la cual funciona. En el marco del liberalismo, la capacitación –que también es un llamado a la autosuperación y a la innovación constante– es una forma de responder a la desigualdad desde la política pública. Y también una forma de terciarizar responsabilidades, porque los costos quedan en última instancia a cargo individuos que ya no son considerados como sujetos de derecho, sino como “inversores” en capital humano. Bajo esta lógica, ya no se gobierna para subsanar los efectos negativos del mercado, y menos todavía para redistribuir los ingresos de una forma más equitativa. Se gobierna a través y para el mercado.
Además de que esta clase de respuestas suponen una profunda transformación del mundo laboral, hay también todo un cambio en la forma de concebir la relación Estado-mercado. A veces se dice que el liberalismo –o el neoliberalismo, para utilizar términos contemporáneos– minimiza el Estado lo máximo posible en favor del mercado, como si se tratase de dos variables dicotómicas y mutuamente excluyentes. Esto no siempre es así, o no necesariamente. Desde mediados del siglo XX, hemos asistido a la emergencia de distintas corrientes liberales que piensan al Estado como un prestador de reglas y condiciones estructurales para el buen funcionamiento del mercado. Es algo muy conocido. En la jerga del liberalismo argentino, se dice que el Estado debe generar “un clima de confianza para las inversiones”, “brindar reglas de juego claras”, “trazar la cancha para que las empresas metan los goles”, y cosas así… No son simples clichés. Son enunciados que dan cuenta de una forma distinta de pensar las funciones del Estado, que ya no es tanto un ordenador social como un garante de la competencia de mercado. Este es el proyecto último: dar lugar a una sociedad organizada por la lógica del mercado como el mecanismo más efectivo para alcanzar el bienestar social.
Por supuesto, siempre hay matices, sobre todo en el caso de Argentina. Como señala Verónica Gago en su libro La razón neoliberal, el neoliberalismo no sólo viene “desde arriba”, a partir de los cálculos y los objetivos de un conjunto de grandes actores –grupos de interés, organismos internacionales, empresas multinacionales, etcétera– que promueven las ideas de mercado, sino también “desde abajo”, siendo una racionalidad anclada en los territorios, las subjetividades y las economías populares. No es que desde abajo se reproduzca linealmente los programas formulados desde arriba; por el contrario, las políticas neoliberales son desafiadas desde la lógica y los entramados de las pequeñas economías comerciales y productivas que reintroducen otras formas de hacer y de calcular, al punto de poner en tensión –y, a veces, redireccionar – la lógica de aquellas políticas.
¿Cómo inciden en la economía las políticas neoliberales?
Hay políticas neoliberales que son de manual y que reaparecen en diferentes coyunturas históricas. Hablamos de políticas tales como la flexibilización de los regímenes laborales, la liberalización del mercado externo, la reestructuración del sistema financiero, la privatización de las empresas públicas, la reducción del déficit fiscal y la reforma del Estado. Lo vimos durante de los años 90, y volvemos a verlo ahora con el gobierno de Javier Milei. Ahora bien, para llevar adelante estas políticas primero hay que instalar una “agenda”, de forma tal que las propuestas se presenten como la única alternativa posible frente a una situación considerada como crítica. Ocurrió con la crisis hiperinflacionaria del 89, y está ocurriendo ahora.
En este punto, la formación de la opinión pública juega un rol fundamental. Durante los últimos años se ha hablado mucho sobre los grandes medios de comunicación y, más recientemente, sobre las redes sociales. Menos atención se la ha prestado a otro actor fundamental que actúa en forma permanente, que es menos visible y también menos volátil que los medios y las redes. Me refiero a las fundaciones, los centros de estudio o consultoras privadas, las usinas de pensamiento o los llamados “think tanks”. La historia de los think tanks en América Latina es sumamente interesante, aunque poco estudiada hasta el momento. Por mi parte, dirijo en la UNLa un Proyecto de Investigación Científica y Tecnológica (PICT) titulado “La promoción de las ideas neoliberales en América Latina: ¿laboratorio de los poderes centrales o producción heterárquica de sentido? El caso de los think tanks en la Argentina y Chile (1990-2019)”. Para el caso de la Argentina, el proyecto ha puesto el foco en tres think tanks que tuvieron una importante incidencia en la agenda política de la Argentina desde los años 80. Estos son la Fundación Mediterránea (FM), la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL) y el Centro de Estudios Macroeconómicos Argentinos (CEMA). Más allá de sus diferencias, los mencionados think tanks han establecido articulaciones tanto con la última dictadura cívico-militar como con los gobiernos electos democráticamente: en primer lugar, prestando funcionarios a distintas áreas administrativas del Estado y, en segundo lugar, realizando actividades de monitoreo sobre las políticas gubernamentales. Para resumirlo en pocas palabras, lo que buscamos comprender es el modo en que esos think tanks influyeron en la agenda de distintos gobiernos mediante la formulación de diagnósticos de coyuntura y la propuesta de un paquete de reformas.
Y aquí surge otra cuestión interesante: a nivel discursivo, think tanks como la FM, la FIEL y el CEMA construyen un marco interpretativo sobre el desarrollo de los gobiernos de turno. Es también, si se quiere, una forma de intervenir en la formación del sentido común dividiendo la agenda en opciones claramente dicotómicas. Hay una matriz de dicotomías que aparece constantemente, éstas son: “política vs. economía”, “decadencia vs. reformas estructurales” y “gradualismo vs. shock”. Así, hemos podido observar cómo los think tanks intervienen en la difusión de las ideas neoliberales en la Argentina hasta qué punto intentan encuadrar la agenda de los gobiernos de turno –incluso de gobiernos ideológicamente afines, como fue el caso de la Alianza Cambiemos– a partir de las dicotomías señaladas.
Quisiera detenerme un momento en la dicotomía “gradualismo vs. shock”, porque no sólo es importante para analizar las críticas que se le hicieron al gobierno de Cambiemos desde los mismos sectores liberales, sino para entender algunos fenómenos que están ocurriendo en estos días. Primero, cuando hablamos de políticas graduales o de shock, estamos aceptando que el ajuste es la única alternativa. Lo que se discute, en todo caso, es su velocidad. Así se excluye cualquier otra opción que no pase por el ajuste social y económico. Segundo, cuando la única alternativa que queda es un ajuste gradual o el shock, entonces cualquier política económica puede aparecer como una medida incompleta. Dicho de otra manera, se crea la sensación de que siempre queda algo por hacer y que el fracaso de una medida económica no está directamente relacionado con los resultados obtenidos, sino con el grado de voluntad de los gobiernos para avanzar en las reformas pendientes. Fue lo que sucedió en los primeros años del gobierno de Cambiemos: al tildar sus medidas como graduales –sin importar su magnitud ni sus consecuencias sociales y políticas– los think tanks contribuyeron a desplazar la meta continuamente hacia adelante, como un horizonte que se aleja conforme el gobierno avanza hacia el mismo. Bajo estas condiciones, toda reforma puede ser más drástica y profunda, incluso cuando no produzca los resultados esperados por decisores y expertos. La permanente sospecha de gradualismo genera la necesidad de seguir avanzando a fuerza de ajustes cada vez más duros. Una vez más, es parte de la construcción de un sentido común que ha calado hondo en la sociedad argentina y cuyos efectos estamos presenciando hoy mismo.
Si el gobierno de Milei fracasa, quizá en el futuro algunos digan que ello se debió a una incapacidad para no ir lo suficientemente a fondo o por gradualismo. Las políticas de shock no tienen límites claros; se manejan en el terreno de la utopía, pidiendo cada vez más sacrificio a la población y postergando la prometida bonanza hacia adelante. Pero hay una cosa que queda clara: la discusión siempre recae en los gobiernos, la política y los dirigentes políticos; lo que rara vez se discute es la viabilidad de los modelos económicos…
Históricamente ¿cómo fueron los gobiernos liberales en Argentina y qué repercusiones tuvieron en la vida de la gente?
Como decía al principio, es difícil hablar de gobiernos netamente liberales, antiliberales o de cualquier otro color ideológico-político. De hecho, hay políticas de corte liberal que se aplicaron durante los años 90 y que persistieron más allá de los gobiernos que vinieron después del 2001. El monotributismo, los impuestos regresivos como el IVA, el impuesto a las ganancias, la terciarización de servicios o el empleo por contratos en el Estado son algunos ejemplos. Entonces, más que de gobiernos liberales, convendría hablar sobre la historia del liberalismo en nuestro país. Esta historia no es lineal ni se puede dividir en segmentos cronológicos compactos. En países hiperpresidencialistas como la Argentina, tendemos a identificar un momento ideológico con las ideas de quienes ocupan el poder ejecutivo. Sin embargo, el liberalismo no llega ni se va con tal o cual gobierno en particular. Más interesante es pensar la historia en términos de continuidades y discontinuidades.
El neoliberalismo es un conjunto de saberes, técnicas, cálculos y concepciones del mundo que emerge en respuesta al fracaso de las ideas liberales heredadas del siglo XIX. Se suele creer que el neoliberalismo irrumpe con la última dictadura cívico-militar; más concretamente, con las políticas económicas de desregulación económica y financiera implementadas por José Alfredo Martínez de Hoz. Esto es una verdad a medias, porque las ideas neoliberales venían circulando en la Argentina por lo menos 20 años antes de la última dictadura. El arribo del neoliberalismo a nuestro país coincide en parte con el derrocamiento del segundo gobierno de Juan Domingo Perón en 1955. La dinastía de los Benegas Lynch –a la que Milei hace alusión en diferentes oportunidades– fue una de las grandes encargadas de difundir las ideas neoliberales en nuestro país. En 1957, Alberto Benegas Lynch padre (1909-1999), un empresario mendocino ligado al sector vitivinícola, funda el Centro de Estudios sobre la Libertad (CEDEL), que podría considerarse como el primer think tank neoliberal de la Argentina. El CEDEL se creó bajo el objetivo de difundir las ideas de la escuela austríaca, el liberalismo alemán u “ordoliberalismo” y el libertarianismo estadounidense. El espacio nucleaba a referentes del mundo intelectual, empresarial y político. No sólo era un espacio de difusión en términos estrictos, sino también de intercambios y debates. El CEDEL también tenía una rama política: el Club de la Libertad; y además una revista: la revista Ideas sobre la Libertad que circuló entre 1958 y 1998.
Esta fue una de las tantas líneas por las cuales el neoliberalismo ingresó a la Argentina. Otra línea importante es la representada por Álvaro Alsogaray, funcionario de la autodenominada “Revolución Libertadora”, ministro de Economía durante los gobiernos de Arturo Frondizi y de José María Guido, y creador de la Unión del Centro Democrático (UCEDE) a principios de los ’80. Alsogaray fue un gran admirador de la vertiente alemana del neoliberalismo, conocida también como “Economía Social de Mercado” (ESM). Para Alsogaray, así como la ESM habría contribuido al “milagro alemán” –esto es, la reconstrucción de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial–, su aplicación local podría dar lugar a un “milagro argentino”. El milagro en cuestión consistía en avanzar hacia un verdadero orden de mercado; un orden sin hibridaciones con las políticas económicas de carácter redistribucionista. Era el sueño de una Argentina “posperonista”. Quizá se pueda considerar a las políticas aplicadas por Alsogaray durante el gobierno de Frondizi como la primera aplicación de recetas neoliberales en la Argentina.
Entre 1959 y 1961, período en que estuvo a cargo del Ministerio de Economía, Alsogaray impulsó un conjunto de medidas de corte ortodoxo en consonancia con las exigencias de FMI para las economías emergentes. Siguiendo el objetivo de estabilizar el tipo de cambio y controlar la inflación, propuso congelar los salarios, liberar las restricciones a las importaciones y privatizar los ferrocarriles. Estas medidas lo llevaron a enfrentarse en reiteradas ocasiones con los sectores desarrollistas del gobierno de Frondizi, hasta presentar su renuncia en abril de 1961. La salida de Alsogaray se produjo en medio de una enorme huelga de trabajadores ferroviarios contra el “Plan Larkin”, un plan de modernización de los Ferrocarriles Argentinos que incluía, entre otras medidas, el cierre del 32% de las vías férreas existentes y el despido de setenta mil empleados. Luego del derrocamiento de Frondizi por las FFAA en 1962, el exministro fue convocado nuevamente por Guido para suceder a Federico Pinedo en el Ministerio de Economía. Durante su breve mandato (junio-diciembre de 1962), Alsogaray llevó adelante un programa financiero de emergencia que contemplaba la devaluación de la moneda, la emisión de bonos para pagar salarios del sector público y el establecimiento de un acuerdo “stand by” con el FMI. A partir de 1989, la UCEDE de Alsogaray se convirtió en una cantera de dirigentes y cuadros técnicos que ocuparon ministerios y otros puestos clave en el gobierno de Carlos Saúl Menem. En varias oportunidades, Alsogaray justificó su incorporación a un gobierno peronista advirtiendo que las reformas de Menem estaban en sintonía con sus ideas previas, puesto que proponían instaurar una economía “popular” de mercado en la Argentina. Aquí tenemos otra utopía: la implementación de un proyecto liberal con apoyo de la población. Tal vez esa utopía esté reeditándose hoy bajo el gobierno de Milei.
Actualmente dirijo un proyecto Amílcar Herrera, en nuestra Universidad, que aborda este período histórico poco estudiado (“Batalla de ideas y producción de sentido en el neoliberalismo argentino temprano (1955-1973). La polarización ‘libre mercado o totalitarismo”).
¿Hay alguna continuidad entre el período histórico abordado en esa investigación y el actual gobierno de Javier Milei?
Al momento de analizar las propuestas y la dinámica del gobierno de Milei, veo una fuerte continuidad con las ideas neoliberales que circulaban entre las décadas de 1960 y 1970. El neoliberalismo presenta diversas vertientes de ideas no siempre coincidentes, pero un proyecto en común: despolitizar la economía, es decir, quitarla de la órbita de las masas fagocitadas por líderes supuestamente demagógicos que pretenden perpetuarse en el poder concediendo prebendas desde el Estado. Esto supone una redefinición del concepto de democracia, que ya no es considerada como un fin en sí mismo, sino como un medio para garantizar la libertad económica y la propiedad privada. Alsogaray y Benegas Lynch interpretaron la Constitución de 1853-1860 en esa clave, concibiendo a la libertad económica como la base de todas las demás libertades, incluidas las libertades de expresión, de asociación y de participación política. Milei parece seguir el mismo camino.
Si nos atenemos a esta clase de lecturas, el dilema no es democracia versus el autoritarismo; el dilema pasa por adoptar un orden de libre mercado o tomar la vía del colectivismo. El colectivismo totalitario, según Friedrich Hayek y otros neoliberales de renombre mundial, no representa necesariamente una amenaza externa a las democracias occidentales, sino que sería más bien el germen que la democracia moderna lleva en su seno. Ese germen está en la injerencia del Estado sobre la propiedad privada y la libertad económica de los individuos. De ahí un punto importante a tener en cuenta: la contracara de la despolitización de la economía es la polarización de la sociedad bajo el dilema “libre mercado o colectivismo”. No hay terceras vías ni otras alternativas posibles. Cuando Milei define a la Argentina como un país colectivista, no sólo está cometiendo un exceso verbal sin fundamento: está reeditando el viejo esquema de la Guerra Fría. La Argentina es puesta en la misma línea que la antigua y ya desaparecida Unión Soviética. Otro aspecto que merece atención –aunque esto requiere de un mayor desarrollo– es la teoría del “capital humano” elaborada por la escuela de Chicago entre los años 60-70 y devenida hoy en nada menos que un Ministerio. Bajo esa teoría, cada ser humano es portador de un “capital” –que puede ser intelectual, afectivo, comunicacional, etcétera– en el cual debe invertir tal y como invierte cualquier empresario. Así se borra el clásico antagonismo capital-trabajo, dado que ahora todas y todos seríamos portadores de un capital que está en nosotros mismos. Todos somos inversores, todos formamos parte del capitalismo. Volviendo a lo que decía al principio de la entrevista, el neoliberalismo no concibe a la desigualdad como un verdadero problema. En cualquier caso, si uno es más pobre o más rico, si a uno le va bien o le va mal, es por la forma en que ha invertido en sí mismo. Así, la educación, la salud, la calidad de vida ya no son derechos que el Estado debe reconocer y garantizar: son inversiones que quedan a cargo de cada individuo. Al Estado sólo le corresponde brindar algunas herramientas básicas, pero los costos van a cuenta de individuos que no son sujetos de derecho, sino partícipes de un juego en el que se puede ganar o perder como en cualquier otra competencia.