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La economía popular, entre la autogestión y la superexplotación. Una mirada desde la antropología económica

El presente artículo es un capítulo del libro La economía popular. Perspectivas críticas y miradas desde Nuestra América, coordinado por Miguel Mazzeo y Fernando Stratta, con edición de Editorial el Colectivo, Buenos Aires, 2024.

El concepto de economía popular se ha ido imponiendo en el campo académico a través de la potencia que emerge desde las organizaciones sociales que lo utilizan, en especial la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP). De esta forma, ha ido suplantando en algunos casos, o complementando, a conceptos precedentes como economía social y solidaria, aunque no necesariamente se constituyó un nuevo bagaje teórico.

En estas perspectivas, la economía popular aparece signada por la noción de «economía alternativa» —a veces alternativa al neoliberalismo, a veces más frontalmente anticapitalista—. Sin embargo, la definición surgida de las organizaciones, según la cual la economía popular está conformada por «trabajadores/as que hacen su propio salario» incluye no solo a las experiencias «solidarias» o autogestionadas, sino también, y principalmente, a grandes masas de trabajadores de lo que los economistas llaman «economía informal». En ese sentido, la mayor parte de estos trabajadores y trabajadoras se organizan a través de los movimientos en un sentido territorial y a partir de la lucha por la obtención y el manejo de fondos de programas sociales («planes»), pero no en un sentido de autogestión en el plano económico. En otros casos, las cooperativas formadas por los trabajadores de la economía popular constituyen el último tramo de cadenas productivas en cuyo centro se encuentran grandes empresas o grupos económicos concentrados, como es especialmente evidente en el ramo textil o en el reciclado.

La potencia y la importancia de este sector en la sociedad argentina está clara desde la emergencia de los movimientos piqueteros en la década de los 90, pero recién adquirió la denominación de «economía popular» en los últimos años, a partir de la organización en movimientos directamente procedentes de aquellos pero que, en lugar de asumir la identidad de «desocupados» rescatan la de «trabajador/a» en base a sus ocupaciones por fuera de la relación salarial formal. Es en ese deslizamiento de su autodefinición donde se opera la transformación que les permite plantearse como parte de la clase trabajadora, no por una condición de temporalidad a partir de la pérdida del empleo —el trabajador (momentáneamente) desocupado— sino a partir de la constatación de que esa condición de no ocupados en el empleo formal no es transitoria sino permanente. Se definen, entonces, a través del trabajo realmente existente, denominado tradicionalmente informal y, ahora, economía popular.

Un momento de inflexión en la comprensión de su importancia en el conjunto de la sociedad fue la implementación del IFE (Ingreso Familiar de Emergencia) durante el momento inicial de la pandemia y de cierre casi total de la economía, que demostró que la informalidad y la economía popular abarcaban a no menos de 10 millones de personas. Es decir que, en la Argentina, por décadas el país con mayor porcentaje de asalariados formales de América Latina, ya hay tantos trabajadores por fuera como por dentro del sistema salarial.[1] Una parte significativa de este porcentaje de población responde a las características habitualmente reconocidas de la economía popular. Posteriormente, la consolidación del RENATEP (el Registro de Trabajadores de la Economía Popular)[2] en el marco del ministerio de Desarrollo Social, mostró más en detalle la composición de esta franja de la población, por lo menos de las más encuadrables o influenciables por las organizaciones sociales, incluyendo sus ocupaciones y su distribución geográfica.

En el debate público, tanto entre los dirigentes políticos como en los medios de comunicación, sin embargo, el cuestionamiento al «gasto» y el «cobro de salarios (aunque sean los “planes”) sin trabajar» se ha convertido en un leitmotiv de la derecha, pero también del propio gobierno del Frente de Todos que las organizaciones de la UTEP integran (así se entienden los discursos de «convertir los planes en trabajo»). En ese sentido, las organizaciones de la economía popular heredan la hostilidad de las clases medias —e incluso de una parte significativa de los asalariados— que sufrían los piqueteros. La respuesta que esbozan las organizaciones junto con el mundo académico afín consiste, básicamente, en demostrar que la economía popular implica trabajo y que, en general, las personas que son parte de la economía popular trabajan. Tanto el RENATEP como muchos investigadores han refutado esta idea de «no hacen nada»[3] pero, como es obvio, eso no alcanza. Si respondemos que los trabajadores de la economía popular trabajan, lo que ciertamente es así, la siguiente e inquietante pregunta es para quién trabajan. Si, al mismo tiempo, sabemos que la organización cooperativa o autogestionaria de este trabajo es la parte minoritaria, en esa pregunta de para quién trabajan está implícita entonces la incógnita de quién es el patrón.

La respuesta que surge de las propias organizaciones está en la misma definición de la economía popular en tanto conformada por los trabajadores que deben inventarse su propio salario (Pérsico y Grabois 2014). Esto implica que, si hay que inventarse el trabajo, es porque nadie está dispuesto a pagar un salario por esa actividad y menos aún a gente ya expulsada de la relación salarial. Es decir, estamos hablando de lo que en la década de los 90 se popularizó como «los excluidos». La economía popular sería, entonces, la economía de los excluidos. Como además el trabajo que se inventa no alcanza, el recurso que queda es recurrir al Estado, que paga o debería pagar un salario complementario (o en las mayores aspiraciones, una renta básica universal) que permita cubrir el coste de reproducción de la fuerza de trabajo. De este modo, los excluidos se convierten en trabajadores de la economía popular.

Este razonamiento lleva implícitos dos problemas fundamentales. El primero es, justamente, quién paga por el trabajo, sea cual fuera este trabajo; el segundo es la naturaleza de la expulsión del empleo, la condición permanente o estructural de la «exclusión». En otras palabras, la primera cuestión remite a cómo se articula la relación capital-trabajo en la economía popular, y la segunda, a si esa condición de expulsión permanente implica la subordinación a la lógica del capital o, simplemente, el descarte de esta población.

En este sentido, y como forma de respuesta a ambas preguntas, podemos ver en la mayor parte de los sectores heterogéneos que se definen como economía popular, una forma de articulación subordinada a las cadenas de valor ampliamente sectorizadas y fragmentadas que caracterizan el capitalismo neoliberal global o —en términos de Karl Marx estudiados por la antropología económica—, de un fenómeno extendido de subsunción formal del trabajo al capital. En los casos en los que se conforman organizaciones productivas autogestionadas que consiguen relativa autonomía económica, esa subordinación logra ser superada, aun con la precariedad que conllevan por su escaso reconocimiento jurídico y acceso a financiamiento, así como por la ausencia de formas de comercialización que escapen al mercado capitalista. La lucha por programas de financiamiento estatal es válida (incluyendo las propuestas de salario universal o complementario) pero, si no logran constituirse como apoyo a la construcción de autonomía productiva, terminan constituyendo un financiamiento estructural a la hiperexplotación que permite al capital pagar por el trabajo de amplios sectores de la población muy por debajo de su costo de reproducción.

El desafío, desde esta perspectiva, no es solo garantizar la subsistencia, sino sentar las bases de una lógica económica y productiva que a través de la autogestión genere condiciones para disputar el conjunto de la economía y no solo sus márgenes.

La subsunción formal del trabajo en la economía popular y autogestionada

El proceso de transformación del capitalismo global y la reconfiguración de la clase trabajadora a que da lugar no se refleja, como es obvio, de la misma manera en todos los contextos y regiones. Las respuestas a esa reconfiguración en la Argentina han adquirido formas de organización y resistencia particulares y, en bastantes aspectos, más intensidad que en otros países, a través de diferentes movimientos, desde los primeros piqueteros hasta las empresas recuperadas y las organizaciones de la economía popular.

A efectos de hacer más claro el análisis vamos a usar un esquema simplificado para el amplio sector de la población que Marco Gómez Solórzano (2014) clasifica como «nueva clase trabajadora», tomando el caso de nuestro país. Si bien se ha denominado a todo el espectro de la clase trabajadora que responde a estas características como «economía popular», se trata, en el esquema que proponemos, de un conjunto variable y a veces superpuesto —en tanto porciones de esta población pueden responder en forma simultánea a más de un sector— entre tres sectores de la clase trabajadora que se diferencian tanto por las características de su relación con el capital como por su capacidad de organización colectiva. Estos sectores son: a) trabajadores precarizados y asalariados informales, sometidos a una relación capital-trabajo por fuera del registro estatal; b) la economía popular propiamente dicha, conformada por trabajadores que desarrollan una actividad laboral autónoma pero también precaria, cuya organización colectiva es incipiente y antes social que económica, pues reúne un heterogéneo conjunto de trabajadores que se desempeñan en forma individual o hasta bajo lógicas de organización jerárquica, con formas de gestión colectiva de eventual fortaleza política pero rudimentarias en lo económico; y c) la economía autogestionada o formas colectivas de trabajo, en que encuadramos a las cooperativas de trabajo (con actividad productiva o de servicios con autonomía de recursos estatales), las empresas recuperadas y otros emprendimientos de naturaleza colectiva en la gestión económica.

Las diferencias entre estos tres sectores —que en ocasiones se superponen o se articulan en una misma actividad—, se organizan a través de dos ejes claros: por un lado, la forma de la relación laboral (respectivamente, subordinada directamente a un empleador informal; organizada autónomamente para desarrollar tareas en forma individual o en el comercio informal; o en forma colectiva de gestión) y, por el otro, según la forma de articulación con el capital. Teniendo en cuenta el primer eje, nos vamos a centrar en el segundo, recuperando los debates en la economía política y la antropología económica que señalamos como antecedentes.

El análisis realizado por el antropólogo francés Claude Meillassoux (1977) acerca de la incorporación y subordinación, mediante un proceso de acumulación permanente, de territorios y poblaciones de las colonias y el Tercer Mundo a la economía capitalista, distinguía, al referirse a la división del proletariado internacional, tres tipos de trabajador. En el primero, los asalariados que, al estar integrados a las relaciones de producción y reproducción capitalistas plenas (o «integrales») forman el núcleo de la clase trabajadora formalizada, principalmente en los países centrales, y cuya producción y reproducción se haya garantizada tanto por el salario directo como el indirecto; un segundo sector que, a pesar de vender su fuerza de trabajo por debajo del costo de reproducción, reproduce su fuerza de trabajo y medios de subsistencia a través o con la complementación de la economía doméstica, generalmente de áreas rurales; y, por último, trabajadores no integrados al salariado formal pero que tampoco obtienen su subsistencia de economías domésticas o similares, estando estos trabajadores generalmente por debajo de su margen mínimo de reproducción (Meillassoux 1977:189). En este último caso se encuentran, por ejemplo, los migrantes que no consiguen insertarse en el trabajo formal (lo que en las décadas que siguieron a la publicación del trabajo de Claude Meillassoux se hizo prácticamente la situación normal del migrante, especialmente el «ilegal») pero que al mismo tiempo dejaron las regiones de origen en que podían obtener recursos de subsistencia de la comunidad doméstica, a la cual tampoco pueden volver.

La situación de la gran mayoría del sector que caracterizamos como precarios, de la economía popular y autogestionados, se encuentra más cerca del tercer tipo de trabajador según la clasificación de Claude Meillassoux, aunque en su mayoría no se trata de migrantes que no pudieron integrarse, sino de ex integrados que deben buscar medios de subsistencia en las periferias urbanas en las que viven. A falta de comunidad doméstica capaz de resolver necesidades básicas mediante su economía tradicional, deben buscar otras maneras de proveerse por lo menos condiciones de reproducción, lo que no solo implica trabajo, sino alternativas de organización comunitaria o doméstica. Estas últimas condiciones han sido interpretadas por varios investigadores, entre ellos José Luis Coraggio (2014) y Luiz Inácio Gaiger (2016), como parte integrante de la «economía social y solidaria», debido especialmente a su semejanza con las formas de reciprocidad y redistribución consideradas por Karl Polanyi (2018) como sistemas económicos previos al mercado autorregulado del capitalismo.

A su vez, tanto Maurice Godelier (2015) como otros investigadores han reflexionado sobre la articulación subordinada al modo de producción capitalista de formas de producción no organizadas alrededor de la contradicción capital-trabajo, en especial las economías domésticas y campesinas. Esta concepción fue discutida, entre otros por Gastón Gordillo (1992), que señala que corresponde utilizar el concepto de subsunción formal al capital para estos casos, en que si bien las economías domésticas continúan diferenciadas y con capacidad de aportar tanto su «renta en trabajo» como en la reproducción de la fuerza de trabajo, ya están suficientemente incorporadas a las relaciones de producción capitalistas como para pensarlas como articulación entre modos de producción diferenciados, incluso aceptando que uno de ellos (el capitalista) sea claramente el dominante. Para esto, el concepto de Karl Marx de subsunción formal del trabajo al capital aparece como adecuado ya que, como lo explica el propio autor en el capítulo VI inédito de El Capital, «el carácter distintivo de la subsunción formal del trabajo en el capital se destaca (…) [el capital] en su condición de comprador directo de trabajo y apropiador directo del proceso de producción» y «arrancándole al productor directo trabajo impago, plustrabajo. Pero no se inmiscuye en el proceso mismo de la producción, el cual, hoy como ayer, se desenvuelve al margen de él» (2011: 58, itálicas en el original). 

Fuente: agnprensa.com

Sin embargo, para aplicar el concepto de subsunción a la economía popular y autogestionada, deberíamos marcar una diferencia con respecto a todos los análisis anteriores, por cuanto no se trata de población, economías domésticas o modos de producción precapitalistas o en transición al capitalismo (Godelier 1987), sino de trabajadores ya integrados a la economía capitalista y de cuyas eventuales economías domésticas que hubieran proporcionado su reproducción han sido previamente separados o han sido disueltas o destruidas por el modo de producción dominante.

En este sentido, si al decir de Karl Marx se trata de formas que «se reproducen dentro del modo capitalista de producción como formas secundarias y de transición» (2011: 58), esta línea evolutiva del precapitalismo hacia el capitalismo se altera y, de cierta manera, se vuelve sobre sí misma, con el capital dominando el sistema económico y sometiendo a partes importantes de la clase trabajadora a un esquema renovado de explotación por fuera de la relación salarial formal o, incluso, de la informal. Estas fracciones de la clase trabajadora, que se podrían corresponder con el tercer tipo en el esquema propuesto por Claude Meillassoux, deben buscar en los márgenes del sistema productivo medios de subsistencia que colaboran en su reproducción con los mínimos costos para el capital. Es, en rigor, la consecuencia de la acumulación por desposesión tal como la postula David Harvey (2005), que, en el marco de la globalización neoliberal y la restitución del poder de clase, despojó a gran parte de la clase trabajadora de medios de vida basados en el salario.

De los tres sectores mencionados en lo que denominamos anteriormente «primer eje» de análisis, el de empleo asalariado informal —incluso en condiciones de superexplotación a través de trabajo precarizado a niveles extremos o tercerizado en trabajo a domicilio— es el que mantiene relaciones de subordinación al capital en forma directa, aunque su interrelación con los otros dos sectores es fluida, pues se trata del mismo sujeto social, que fluctúa entre distintas formas de trabajo, siempre excluida de la relación salarial «registrada». Esta interrelación es importante porque es parte de la realidad cotidiana de la mayor parte de la clase trabajadora que debe vivir por fuera del mercado de trabajo formal, y que puede formar parte de dos o tres de los sectores que hemos caracterizado, en forma alternativa o incluso simultánea. Por último, el grueso de las experiencias de economía popular y autogestionada surgen como alternativas a estas formas extremas de explotación. La mayor parte de sus integrantes pasó por ellas en la economía popular, o en el caso de las empresas autogestionadas pretende evitarlo, especialmente en el caso de las empresas recuperadas.

La subsunción en la economía popular

Aceptando la definición de la economía popular que toma la CTEP/UTEP, como «el sector de la clase trabajadora que genera su propio salario» (Pérsico y Grabois 2014) a través de distintas actividades que pueden ser individuales, familiares o colectivas, vinculadas a la comercialización, a servicios de tipo personal, trabajos ocasionales en la vía pública, servicios domésticos en casas particulares, recicladores urbanos y talleres (a veces cooperativos) articulados a los tramos más precarizados de algunas cadenas industriales, veremos algunas características básicas que sirven para analizar en qué medida se da el proceso de articulación subordinada al capital.

Lo primero a destacar es que hay características que diferencian a la economía popular urbana de la explotación de los sectores rurales asociados a la economía doméstica, pues en lugar de estar en proceso de transición hacia la integración plena al modo de producción capitalista, se trata de una porción de la población que ya fue integrada a las relaciones de producción capitalistas. Es decir, que ya no se reproduce o se apoya para su reproducción en una unidad doméstica con capacidad de producir su propia subsistencia y que ya fue separada de los medios de producción, generalmente en sus orígenes como migrantes rurales de las generaciones precedentes y que se incorporaron, en gran parte, a la periferia urbana como trabajadores durante el período de la industrialización por sustitución de importaciones. Esta población, por lo tanto, ya tiene la experiencia de haber sido proletariado urbano o rural, incluso en la industria, o hasta de ser desempleados, «excluidos» de segunda o tercera generación. En general, estos sectores tienen incorporados a su experiencia la precariedad y lo efímero como condición de las relaciones laborales, sin ninguna conexión o experiencia en economías domésticas capaces de producir alimentos u otros medios de subsistencia por fuera del mercado. Por lo tanto, no hay una comunidad doméstica que asegure su alimentación o mejore las condiciones para su reproducción, pero sí es capaz de generar medios de subsistencia y una «renta en trabajo» en el ambiente urbano de precariedad y marginación de las periferias urbanas, conformando de esta manera una modalidad particular de subsunción, en tanto que no se trata de una transición sino una dinámica dentro del propio modo de producción capitalista. 

La clase trabajadora que responde a estas características es amplia y heterogénea, y se articula al capital mediante una inserción en los márgenes de las cadenas de valorización, a través de su participación como trabajadores superexplotados, lo cual puede darse tanto en forma de trabajo asalariado informal o mediante organizaciones colectivas o cooperativas más o menos ligadas a movimientos sociales, así como a través de actividades de comercialización informal y como consumidores.

En el primer caso, encontramos la superexplotación de fuerza de trabajo en sectores precarizados y tercerizados de ciertas cadenas industriales, descentralizados de la vieja fábrica fordista, por lo general de tareas de baja calificación y poca inversión en tecnología, como la confección en la industria textil o la provisión de materia prima reciclada a la industria, sin la capacidad de valorizar en forma autónoma este producto. En estas fracciones precarizadas de la cadena industrial, que se da fuera de las fábricas, en talleres informales, domicilios o la vía pública, se suele incorporar el grupo familiar al trabajo a destajo ayudando al obrero o la obrera cabeza de familia y se dan formas extremas de explotación[4]. En general, el descentramiento y separación de estas tareas y sectores obreros de la fábrica o la industria de mayor tecnología sirve para bajar el costo del trabajo para el capitalista, que de otra manera debería pagar salarios de convenio por estas tareas. Al separarlas y tercerizarlas, paga un salario reducido por el coste mínimo de la producción y descansa el costo de la reproducción en las organizaciones de la economía popular —en ciertos casos—, en el trabajo familiar o en el entorno del taller clandestino o precario. Los programas sociales que «complementan» el salario, funcionan en el mismo sentido, es decir, proporcionando con fondos estatales parte del costo de reproducción de la fuerza de trabajo y, por lo tanto, abaratando al mismo tiempo este costo al capital que organiza la cadena. Desde esta perspectiva —aunque, como sabemos, no es el único aspecto— se trata de un subsidio a la superexplotación del trabajo por el capital.

En el segundo caso, el sector de la economía popular se articula con el capital a través de la comercialización de excedentes de producción mediante el comercio ambulante o informal, que puede ser excedentaria propiamente dicha o simplemente darse por fuera de los márgenes del sistema impositivo otorgando una renta mayor al capital (en ferias que ponen a la venta parte de la producción de las mismas empresas que comercializan en el circuito comercial formal, con mayores márgenes de utilidad, lo que proporciona una rentabilidad extra y externa a las cadenas de venta en locales y circuitos legales).

«La Boli» (1991), poliestireno expandido / telas enyesadas/ frutas de cerámica/ cajones de fruta de madera/ bolsa de plástico/ baldosas, de la serie Personajes Urbanos de artista plástica Betina Sor. Fuente: https://betinasor.com.ar/trabajos/la-boli/

Por último, también se integra a los «excluidos» en un tipo de consumo que alimenta el circuito del capital (no son «excluidos» del mercado). Aunque marginal en términos de la economía total de un país como la Argentina, se trata de consumo de mercancías dentro del circuito capitalista, lo que tiene ciertas implicancias: por un lado, los precarizados, incluso en el mayor nivel de pobreza o indigencia, dependen mayoritariamente del mercado para sus consumos básicos, por más bajos que sean sus ingresos. Por otro, incluso gran parte de los circuitos de reciprocidad en los términos de Karl Polanyi rescatados por autores de la Economía Social y Solidaria, dependen de mercancías adquiridas por algún miembro de la unidad doméstica en, nuevamente, canales del mercado. Y, por último, los ingresos producidos incluso en estas condiciones de precariedad y explotación vuelven al circuito del capital mediante el consumo.

En suma, la separación de esta «nueva clase trabajadora» —formada por la economía popular y por trabajadores sometidos a la explotación del trabajo informal y precario— de la «vieja» o «clásica» clase obrera se consolida, y esta división implica que: a) esta lógica de explotación de la fuerza de trabajo en base a la articulación con la economía popular separa el costo productivo del reproductivo, que ya no es cubierto por el salario (proceso que se da cada vez más en todos los niveles del trabajo asalariado), cuestión analizada y ampliamente señalada por la economía feminista (Rodríguez, Enriquez, Partenio y Laterre 2018); b) se desplaza el conflicto capital-trabajo fuera del espacio laboral formalizado y, al contrario de la situación analizada por Karl Marx (1985) en las fábricas cooperativas, sin abolir esta contradicción sino agudizándola; c) en este desplazamiento de la contradicción capital-trabajo los sindicatos se consolidan como representantes de la «vieja» clase obrera, en tanto ese conflicto se mantiene dentro del lugar de trabajo de los asalariados formales, por lo que la lógica de organización tradicional de la lucha de clases se pierde en la esfera informal, sin sindicatos ni patronales con las que confrontar (entre otras cosas, porque las patronales aparecen desplazadas por la figura de un empleador subcontratado o incluso por la propia organización). Sobre este último plano se fundamenta la pretensión de la UTEP de ser el «sindicato» de la economía popular.

Si bien, como aseguran Claude Meillassoux y el propio Karl Marx, la degradación de las condiciones de vida y el salario por debajo del costo de producción y reproducción fuerza a la proletarización, en este caso nos encontramos con que estos proletarios no encuentran demanda para su fuerza de trabajo de forma tal que le permita mejorar esas condiciones. Se trata de proletarios no absorbidos por el mercado de trabajo (en parte, por el informal), por lo tanto, su costo de reproducción (incluso pensándolos como «ejército industrial de reserva») debe ser cubierto por la unidad doméstica a través de diferentes circuitos o por el Estado, aunque sea en niveles mínimos de subsistencia. Otra parte (o la totalidad) de ese costo termina siendo asumido por los circuitos ilegales, cada vez más amplios en las metrópolis latinoamericanas, especialmente los ligados al negocio del narcotráfico.

La nueva clase trabajadora, ¿para sí?

A pesar de estas terribles condiciones, la economía popular, especialmente la que logra conformarse en organizaciones sociales y empresas autogestionadas, no es un sujeto pasivo de estas lógicas de explotación. No se trata, como sabemos, de una articulación de formas económicas provenientes de otros modos de producción o de la subsunción de economías domésticas rurales, sino de población totalmente incorporada al sistema capitalista, separada de una economía doméstica rural que pueda asegurar su reproducción por fuera de la relación salarial y que forma parte, aunque como eslabón más subordinado y precario, de la lucha de clases del capitalismo (y, por eso mismo, no se trata de un «tercer sector» ni mucho menos de un «tercer motor de la economía»). En el proceso de subsunción formal del trabajo al capital, la explotación de plusvalía se mantiene en forma de una apropiación directa del trabajo a través de la superexplotación, es decir, del pago de un costo menor al de la producción de la fuerza de trabajo, y a través de la apropiación por el mercado y lo que podríamos llamar una relación «diferida» con respecto a la extracción directa de plusvalía.

En respuesta a esto, es decir, a la situación de degradación absoluta que supone trabajar por menos del costo de producción (no ya de reproducción) de la fuerza de trabajo, y ante la imposibilidad de una «nueva» proletarización en tanto «trabajadores libres» (como en los tiempos de la primera acumulación originaria con el campesinado expulsado de la tierra y de la posesión de medios de producción), los sectores de la economía popular y la economía autogestionada se organizan política y socialmente para compensar su desplazamiento de la economía formal y las carencias extremas para la subsistencia.

En este punto, optamos por separar en el análisis a las formas económicas autogestionadas de la economía popular, debido a que son fenómenos cualitativamente diferentes, aunque ambos insertos en la misma dinámica de relaciones sociales y económicas. En el caso de la economía autogestionada estamos hablando de organización económica de gestión colectiva, que generalmente se da en lo que podemos llamar una zona de resistencia a la expulsión de los trabajadores de la relación salarial formal, buscando una salida a la pérdida de fuentes de trabajo. Es, principalmente, el caso de las empresas recuperadas, pero también de otras experiencias autogestionarias que tienen otras procedencias y trayectos de organización, entre los cuales hay no pocas procedentes de la economía popular propiamente dicha, es decir, no son conjuntos excluyentes sino con tránsito entre ambas formas. En el segundo caso, la organización no autogestionada en el sentido económico puede ser colectiva en tanto organización social, pero sus integrantes desarrollan actividades en forma individual o sometidas a relaciones de explotación y superexplotación en lo laboral, con menores márgenes de autonomía, tanto del capital como del Estado.

Sin embargo, de ninguna manera podemos sacar la conclusión de que ambas formas, especialmente la segunda, son sujetos pasivos de la explotación. Aunque la contradicción capital-trabajo se haya descentrado de la fábrica, espacio tradicional de su realización, incluso cuando hay fábricas autogestionadas, la lucha de clases no ha desaparecido, sino que se ha desplazado (como la misma explotación) a otros ámbitos.

En el caso de las empresas autogestionadas, esta contradicción se mueve hacia la esfera de la circulación, a su relación con el mercado capitalista y, en cuanto a la lucha por generar condiciones más favorables para esta relación, hacia el Estado. En este sentido, podemos decir que esto implica a la autogestión en sus diversas variantes, tanto las de resistencia como las construidas para asociar trabajo individual o familiar en determinado sector laboral, incluidas las empresas recuperadas. En este caso se retoma o genera el control de los medios de producción, se elimina la contradicción capital-trabajo dentro de la unidad productiva o se externaliza y se crean lógicas de funcionamiento colectivo extrañas a la del capital. Se ven comprendidas, de todos modos, en el proceso de subsunción al capital a través de la valorización de la producción en el mercado. Cuando estas formas de autogestión no logran autonomizarse, es decir, convertirse en un actor económico con capacidad de inversión y capitalización, pueden ser sometidas a una extracción de plusvalía extraordinaria mediante la tercerización del trabajo de empresas capitalistas (proceso conocido en la Argentina como trabajo a façon), perdiendo —o mayormente no logrando realizar— la mayoría de las características anteriores, porque el capitalista subordina el trabajo de forma similar a como Karl Marx lo describió en su capítulo VI (inédito) para la subsunción de formas de producción precapitalistas en la relación colonial, en que «transforma su dinero en capital (…) arrancándole al productor directo trabajo impago, plustrabajo, (mientras que) no se inmiscuye en el proceso mismo de la producción» (2011: 58).

En cambio, en el caso de las organizaciones no autogestionarias de la economía popular (en el sentido de no ser formas de gestión colectiva autónomas), la lucha por mejorar sus condiciones de reproducción por fuera de los salarios o ingresos que pueden generar en estas formas precarias y superexplotadas de trabajo, tampoco asume un carácter que se pueda entender por fuera de la lucha de clases (aspecto que los enfoques con énfasis en las formas solidarias de organización o en la teoría de los movimientos sociales suelen subestimar o directamente desconocer), sino que dicha lucha adquiere la forma de una dura confrontación y negociación para la regeneración por otras vías del salario indirecto característica del Estado de Bienestar. En lugar de presionar en forma directa al capital —debido a que, por las propias características de su articulación y por la abundancia de fuerza de trabajo sobrante, prácticamente no tienen elementos para ejercer presión—, dirigen sus esfuerzos hacia el Estado para generar el salario indirecto perdido junto con la condición asalariada formal y el desmantelamiento neoliberal del Estado de Bienestar, a través de «planes sociales» o salarios complementarios —complementarios a casi nada, por lo general— o concesiones en forma de derechos sociales (Asignación Universal por Hijo y otros programas en la Argentina, Bolsa Familia en Brasil, etc.). De esta forma, el Estado vuelve a tomar el papel de mejorar o incluso absorber las condiciones de reproducción como fue el salario indirecto del Estado de Bienestar, mediante subsidios directos o indirectos a los trabajadores «no registrados» y organizados a través de los movimientos de la economía popular, pero en condiciones de precariedad.

Esta presión sobre el Estado y sobre la parte de la sociedad que se encuentra «incluida» para conseguir ampliar los medios de reproducción —ya que la reabsorción por el mercado de trabajo formal es una posibilidad costosa y frecuentemente remota—, se debe hacer por fuera de los espacios laborales, mediante formas diversas de protesta social, ocupación de espacios públicos, disputa por los lugares de comercialización, etc. El «piquete» de los primeros años de los 90 se ha complejizado a medida que las organizaciones que representan al sector de la economía popular o incluso las empresas autogestionadas fueron aprendiendo a relacionarse con el Estado, conocer sus mecanismos y utilizarlos. Pero, principalmente, aprovechando su masividad y sobre todo su potencialidad de desatar conflictos agudos. Actualizando la frase de Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto Comunista acerca de que los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas, en el capitalismo globalizado quienes se encuentran en esa situación son los trabajadores y trabajadoras superexplotados y precarizados. En cambio, en el mundo neoliberal, la clase dominante ha mostrado claramente a quien vive de su salario que tiene mucho para perder.

Fuente: agnprensa.com

Los movimientos de la economía popular y autogestionada conocen y son plenamente conscientes de esta situación. La persistencia para soportar un largo conflicto de ocupación de una planta para conseguir una incierta recuperación, no sería posible sin una clara conciencia del abismo que espera a la pérdida del empleo. Más aún, los prolongados piquetes, acampes, ocupaciones y movilizaciones permanentes —frecuentemente expuestos a la represión estatal o paraestatal— que constituyen la gimnasia de los movimientos, en especial en las épocas políticamente adversas, pero también en las que hay gobiernos más favorables y hasta con funcionarios provenientes de las organizaciones. La forma de conseguir el salario «complementario» por parte del Estado es negociar la capacidad de volver inmanejable el conflicto social o, como lo expresó el líder del Movimiento de Trabajadores Excluidos, Juan Grabois, «negociar la única mercancía que se tiene, la paz social», debido a que el potencial de las masas de trabajadores de la economía popular, siempre que logren organizarse para ello, «radica en la capacidad de generar situaciones de no gobernabilidad frente a la exclusión».[5] A su vez, los límites de esta postura son claros, pues esa capacidad de negociación se debilita si se reduce la situación de conflictividad social y, por otra parte, no es hostil al capital en la medida en que contribuye a financiar el coste de reproducción. En ese sentido, los cuestionamientos mediáticos y de los políticos de la derecha a «los planes» son puros fuegos de artificio, pues durante su gobierno efectivamente existente (el de Mauricio Macri) la negociación con las organizaciones (o, mejor dicho, con determinadas organizaciones) de la economía popular fue uno de los pilares de su política social.

Los movimientos de empresas recuperadas y autogestionadas, menos numerosos, también han sabido moverse en estos términos, intentando mantenerse dentro del circuito formal y luchando por apropiarse de los medios de producción que los capitalistas han descartado (lo que no debe ser interpretado como un «descarte» por dejar de cumplir con los requisitos de producción sino por no conseguir mantener la tasa de ganancia). La lógica del conflicto en las empresas de economía autogestionada —o de economía de los trabajadores, como la hemos denominado en otras ocasiones (Ruggeri 2017)— se mueve alrededor de la permanencia en la economía formal por medio de la construcción de organizaciones de gestión colectiva del trabajo. Los trabajadores de las empresas recuperadas son plenamente conscientes de que las posibilidades para la conservación del puesto de trabajo fuera de la resistencia al cierre de la empresa de la que eran asalariados, son escasas y para pocos. Los conflictos, las negociaciones, la propia formación del trabajo autogestionado se desarrollan en un espacio social que hemos denominado «zona de fricción» (Ruggeri 2014) entre el trabajo asalariado y la economía informal y popular.

Pensar de esta manera la lógica que se mueve en el origen de los conflictos y los condicionamientos a que se ven sometidos, así como las relaciones de articulación y subordinación al capital dan, en mi opinión, un universo de potencialidades y limitaciones para las formas autogestionarias de la economía en el marco del capitalismo que confronta, en distintas medidas, con algunas visiones ampliamente extendidas, en las que las empresas autogestionadas son vistas como un proyecto alternativo al capital antes que como consecuencia de una lucha y una resistencia a un destino de precariedad y superexplotación. Es así que esta perspectiva se diferencia de aquellas que conciben a la autogestión obrera como un proyecto anticapitalista por naturaleza, o a la economía social y solidaria como alternativa económica al sector público y la economía privada por sus cualidades morales, así como también de aquellas que, por el contrario, solo ven a este sector como sujeto pasivo y desorganizado, cuyas precarias organizaciones sociales y económicas solo son y no pueden ser más que funcionales a la explotación capitalista.

Pero, además, si la economía popular muestra formas de organización con cierto nivel de autonomía y capacidad de presión social y política, con la que logran construir un cierto tipo de «posición estratégica» para la negociación con el Estado capitalista, la economía autogestionaria que se genera en los procesos de recuperación también ensaya una forma alternativa de trabajo, de gestión colectiva o autogestión, que prefigura o puede prefigurar un modelo económico poscapitalista, sin necesariamente formar parte de un proyecto político, explícito o no. Su potencialidad no está solo en que la organización autogestionaria del trabajo da una posibilidad de subsistencia sin caer en la superexplotación, sino en que, al mismo tiempo, constituyen poderosos experimentos de creatividad social y económica con la capacidad de inspirar y demostrar la posibilidad de la organización económica con una lógica diferente a la del capital.

Hacia un programa de acción que transforme la economía popular en economía autogestionaria

Esbozaremos aquí, por último, una serie de puntos que consideramos necesarios para poder pensar, debatir y avanzar en un proyecto que apunte a convertir la economía popular en economía autogestionaria, que asegure tanto condiciones dignas de vida y de producción como aporte a la construcción de una economía alternativa a la lógica del capital.

En primer lugar y como criterio general, es importante no romantizar o idealizar las experiencias de la economía popular. Convertir la necesidad en virtud nunca da buen resultado, y son los propios protagonistas de la economía popular quienes quieren dar un salto cualitativo en su forma de vida, en especial las más precarias. Es una verdad de Perogrullo, pero, especialmente en el mundo académico, aparece con frecuencia esta tendencia.

En segundo término, es importante que los métodos de lucha y las estrategias destinadas a paliar las mínimas necesidades de la subsistencia no se conviertan en herramientas que consoliden la precariedad. La lucha por el salario social o incluso la renta básica universal ayudó y ayudará a mejorar la situación concreta de millones de personas, y eso no es poco en el contexto de la globalización neoliberal, pero si no se complementa con la lucha por políticas que fomenten la capacidad productiva autónoma colectivamente organizada, termina siendo un elemento conservador que, además, genera rechazo en otras capas sociales que deberían ser aliadas. Si el manejo o la administración de esos recursos se convierte en la razón de ser de las organizaciones, el panorama es aún peor, pues la estructura de los propios movimientos se convierte en un lastre que conspira contra cualquier alteración de esa condición. Si, encima, esos recursos se convierten en el sostén prioritario de unidades productivas autogestionadas, el resultado es la agonía y el sostenimiento artificial de emprendimientos que terminan sometidos a una lógica clientelar y de paulatino vaciamiento y que no contribuye en nada a la transformación social.

La tercera cuestión es la recuperación de la organización sindical para este amplio sector de la clase trabajadora, más allá (sin desconocerla) de la organización territorial. Incluso aunque no sean los viejos sindicatos de cada rama productiva los que asuman la representación, pues las diferentes condiciones de informalidad no suelen ser contempladas ni comprendidas por los gremios, y se trate de sindicatos específicos de la economía popular, recuperar no solo la identidad de clase sino avanzar hacia la reunificación del movimiento obrero fragmentado en la era neoliberal es una tarea estratégica.

En cuarto lugar, y esto incluye al sector académico comprometido orgánicamente, es fundamental no solo mapear cuántos trabajadores y trabajadoras de la economía popular existen, dónde están y cómo se organizan, sino poder identificar su rol en las cadenas de valor para las que trabajan, según el análisis hecho más arriba, analizando sus costos y sus formas de subordinación y articulación. Esto es indispensable para poder actuar en la organización colectiva y autónoma del trabajo que logre romper con la superexplotación y avanzar en la construcción de unidades productivas y circuitos comerciales con suficiente autosuficiencia y grados crecientes de autonomía del capital.

En quinto lugar, ese análisis debería ser un insumo para avanzar en la conformación o consolidación de las unidades productivas autogestionadas, para de esa forma romper la cadena de explotación, recuperar el valor de la fuerza de trabajo y superar la subsunción al capital desde la capacidad colectiva y autónoma de producir y comercializar. Para eso son importantes no solo la organización de los trabajadores y trabajadoras, sino también su capacitación técnica y su formación política, junto con la lucha por políticas públicas que ayuden a sostener esta estrategia mejorando la capacidad productiva, de comercialización y el acceso a tecnologías eficientes y adecuables.

Por último, la organización de circuitos productivos y de comercialización que logren coordinar las distintas unidades autogestionadas surgidas de este proceso es un paso indispensable para avanzar en la construcción de una economía autogestionada en donde «la invención del trabajo», en cualquier caso, sea una estrategia colectiva y capaz de contribuir a la transformación de la economía popular en una auténtica economía autogestionaria. 


Notas

[1] De acuerdo al informe correspondiente al año de convocatoria del IFE del ministerio de Trabajo (MTEySS 2020), el trabajo registrado —conjunto en el que incluyen a monotributistas de todas las categorías y monotributistas sociales— representa 11,9 millones de personas. Esta cifra se superpone con las categorías de monotributo más bajas que pueden acceder al IFE. Los trabajadores asalariados (públicos y privados) en este conjunto son unos 9,6 millones (Ruggeri 2020).   

[2] Ver https://www.argentina.gob.ar/desarrollosocial/renatep

[3] Ver, por ejemplo, el libro colectivo Bajo sospecha, coordinado por María Inés Fernández Álvarez (2019).

[4] El caso más conocido en la Argentina es el «taller clandestino» textil. La condición de clandestino ha sido discutida por diversos autores (Señorans 2019, entre otros), así como el rol que juegan en la industria.

[5] Entrevista a Juan Grabois del autor junto a Roly Villani: «La resistencia reside en la capacidad de poner en peligro la estabilidad social y política», en revista Autogestión para otra economía, nro.7, nov. 2018, p. 13-18.


*Andrés Ruggeri es Antropólogo Social de la Universidad de Buenos Aires y director desde 2002 del Programa Facultad Abierta, un equipo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA que apoya, asesora e investiga las empresas y fábricas recuperadas por los trabajadores. Profesor Adjunto de la carrera de Relaciones del Trabajo de la Universidad Nacional Arturo Jauretche y profesor de Teorías de la Economía Social en la Especialización en Economía Social de la Universidad Nacional de Lanús. Es autor y coautor de varios libros especializados en el tema y coordina el Encuentro Internacional «La Economía de las y los Trabajadores».


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Andrés Ruggeri

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