Patria, pueblo y revisión histórica en la Argentina semicolonial. Un estudio sobre Megafón o la guerra desde el Pensamiento Nacional**
«Creo que actualmente hay dos Argentinas: una en defunción, cuyo cadáver usufructúan los cuervos de toda índole que la rodean, cuervos nacionales e internacionales; y una Argentina como en Navidad y crecimiento, que lucha por su destino, y que padecemos orgullosamente los que la amamos como una hija». Leopoldo Marechal
La novela Megafón o la guerra de Leopoldo Marechal publicada en julio de 1970, un mes después de la muerte de su autor, representa un hito literario y político en una Argentina signada por la proscripción del peronismo, los sucesivos gobiernos dictatoriales, las presidencias tuteladas, la resistencia sindical para detener el cercenamiento de las conquistas sociales, y la formación de las primeras organizaciones guerrilleras.
A partir del golpe cívico-militar de septiembre de 1955, en el que fue derrocado el presidente Juan Domingo Perón, se inició una implacable persecución hacia todas las figuras públicas que hubiesen expresado su adhesión hacia el Movimiento Nacional Justicialista. Es por ello que Marechal se define como el Poeta Depuesto: “desde fines de 1955 (…) con un pueblo en derrota y su líder ausente, soy un desterrado corporal e intelectual” (Marechal, 1988: 13). En una entrevista realizada por Alfredo Andrés, Marechal recuerda: “rostros amigos me negaron el saludo en la calle, se me cerraron todas las puertas vitales y literarias, en una especie de muerte civil o asesinato colectivo” (Marechal, 1968: 54).
La misma suerte pesó sobre “el Gobernador Depuesto, el Militar Depuesto, el Cura Depuesto, el Juez Depuesto, el Profesor Depuesto y el Cirujano Depuesto. No quedó aquí ningún hijo de madre sin deponer” (Marechal, 1988: 13). En el lugar de cada uno de estos personajes el lector podría colocar los nombres de Carlos Aloé, Juan José Valle, Raúl Tanco, Oscar Cogorno, Hernán Benítez, Rodolfo Valenzuela, Juan José Hernández Arregui, José María Rosa y Ramón Carrillo. Todos ellos fueron perseguidos. La cárcel de Ushuaia fue el destino de algunos. A otros les esperaba el exilio o la muerte.
En la novela las fronteras entre la realidad y la fantasía se diluyen y Marechal se encarga de hacerlo explícito: “debo advertir que la gesta de Megafón no es un trabajo de fantasía en prosa. No hace mucho, respondiendo a la encuesta de un joven escritor sobre los límites de lo real con lo fantástico, me vi en la obligación de aclararle que lo fantástico no existe, ya que la realidad es una y única” (Marechal, 1988: 8).
En este estudio indagaremos los conceptos de patria, pueblo y revisión histórica en el marco de la Argentina semicolonial instaurada a partir de la contrarrevolución de 1955. El análisis de Megafón será complementado con el recorrido por algunas de las obras de Raúl Scalabrini Ortiz, José María Rosa, Manuel Ugarte, Juan José Hernández Arregui, John William Cooke, Jorge Abelardo Ramos y Norberto Galasso, cuyos aportes teóricos y políticos al Pensamiento Nacional contribuyen a interpretar diversos aspectos de la novela.
I. Dos concepciones de Patria enfrentadas
Leopoldo Marechal expone en Megafón la alegoría de la patria como una víbora con dos peladuras. En tanto la piel externa de la víbora se descompone y no termina de desprenderse del cuerpo, la piel interna del animal puja por emerger a la superficie a mostrar toda su vitalidad (Marechal, 1988: 16):
(…) al ofrecerse la imagen de una Patriavíbora, sostengo que tiene ahora dos peladuras: un cascarón viejo, tremendamente fósil, que se resiste a soltarse del animal; y la peladura nueva que se formó debajo y que batalla por salir a la luz. Compañeros, lo que nos aflige a todos es la tiranía del cascarón. ¿Y saben por qué dura la vieja costra? Porque hay interesados en que la víbora no abandone su cascarón inútil y lo apuntalan con lociones vivificantes y cremas de tortuga (Marechal, 1988: 85-86).
El cascarón envejecido de la patria representa los pilares institucionales de la Argentina oligárquica recompuestos a partir de la destitución del gobierno peronista. Los partidos políticos tradicionales; la clase terrateniente; la Universidad y las Academias formadoras de la intelligentzia; los economistas que importan doctrinas para otorgarle carácter científico a la subordinación neocolonial de la Argentina; y el sector de las Fuerzas Armadas que derroca a los gobiernos democráticos, desviando su misión histórica de resguardar la soberanía nacional.
Para que la Argentina caduca y anquilosada ceda el paso al nuevo país, Megafón planifica sus Dos Batallas, una terrestre y una celeste. Este combate tendrá lugar en Buenos Aires donde se encuentran “como agentes activos, los defensores de la vieja peladura” (Marechal, 1988: 88). Megafón considera que esta guerra es una gesta histórica merecida por el pueblo argentino, que en el pasado supo librar batallas por su emancipación y la de los pueblos hermanos:
Nuestro pueblo libertó a otros y no esclavizó ni robó a ninguno. Ganó todas las batallas militares, que nunca fueron de conquista, y perdió territorios en la mesa de los leguleyos. No cometió ningún genocidio ni oprimió a hombres de otro color en la piel o en el alma. Sus revoluciones fueron incruentas y sin gran importancia sus desequilibrios históricos (Marechal, 1988: 18).
Aquí subyace la diferenciación entre el nacionalismo de los países oprimidos, orientado hacia la liberación nacional, y el nacionalismo de los países imperialistas cuyo motor es el saqueo y el avasallamiento de otros pueblos. Como afirma Hernández Arregui (2004: 154) “hay nacionalismos colonizadores y nacionalismos de las colonias”.
Marechal considera que las dos Argentinas en sucesión reposan sobre distintas maneras de concebir a la patria. En la Argentina oligárquica predomina una noción geográfica abstracta en la que se desvincula a la patria del pueblo que la integra (Marechal, 1988: 84). Por el contrario, la Argentina que irrumpe defiende una noción humana de la patria, con el pueblo como actor real del destino de la nación.
La primera de estas miradas es la que abraza en la novela el general Bruno González Cabezón, presidente de facto de la Argentina:
Él nunca supo, ni se lo enseñaron, que patria es nación o el conjunto de hombres que la integran con él y que son exactamente sus hermanos. (…) ¡Alguien había cambiado ya la definición humana de la Patria por una definición geográfica sin temperaturas de hombre! ¡Alguien había escamoteado el verdadero ser de la Patria! (…) Nuestro general aceitó su pistola en defensa de una geografía (…) sin mirar a los actores que lloran o ríen en él y ajeno al drama que se representa en el escenario (…). Los actores del drama ya no digerían ese puchero abstracto (…), la Patria ya no era una geografía o escenario, sino un conjunto de estructuras económico sociales. Y en lo sucesivo, nuestro general, pistola en mano, defendió las Sagradas Estructuras contra los agitadores de la escena (Marechal, 1988: 210-211).
En la mencionada entrevista realizada por Alfredo Andrés, Marechal ofrece una definición “humana” de la patria, a la que entiende como el conjunto de habitantes de un país. Asimismo, Marechal sostiene que en su obra Autopsia de Creso había analizado ya la doble adulteración en torno a la idea de patria realizada por el “hombre económico” que predomina en la sociedad capitalista.
En primer lugar, para legitimar la explotación hacia otros hombres, el homos economicus buscó suplantar la esencia humana de la patria por su mera dimensión geográfica, condensada en el axioma “Patria es el lugar en que se ha nacido”. De este modo, se reduce a la patria a un escenario sin vinculación con los actores (el pueblo) y el drama que ellos representan (el destino nacional).
La segunda falsificación sucede cuando los actores del drama se rebelan contra las instituciones injustas del país. Ello conduce, según Marechal, a abandonar el concepto geográfico de patria por otro de carácter netamente institucional. De ese modo, la patria no es más que un conjunto de instituciones sacralizadas (Marechal, 1968: 58). Defender a la patria pasa a ser sinónimo de resguardar la República, la Democracia, el Parlamento, la Constitución y la división de poderes.
Una vez expuestas las distintas maneras de entender a la patria se puede trazar un diálogo entre este planteo de Marechal y el de otros importantes escritores nacionales de la época.
En el libro Estudios revisionistas, del año 1967, el historiador José María Rosa considera que las dos corrientes políticas del país –unitarios y federales en el siglo XIX y prolongadas luego bajo otros nombres– sostienen dos concepciones de la argentinidad mutuamente excluyentes. Por un lado, se halla la Argentina formal, burguesa y extranjerizante radicada en la denominada “parte principal y sana del vecindario”. Por el otro, se encuentra la Argentina popular y nacionalista conformada por el pueblo todo sin distinción de clases.
Para los unitarios la patria nace de la mano del sistema político burgués y el patriotismo es sinónimo de introducir en el país la “civilización” europea, expresada en el régimen constitucional y el sistema capitalista al que la Argentina se incorpora como apéndice económico del imperialismo británico. Con la pretensión de “civilizar” se sacrifica a la nacionalidad en favor del progreso europeo. La población nativa, a la que se considera salvaje y bárbara, es aniquilada y se busca reemplazarla con los anhelados inmigrantes anglosajones. La industria local, sin protección estatal alguna, está destinada a sucumbir ante las manufacturas importadas.
En oposición a la concepción unitaria se levanta la patria real y viva de los federales que no radica en las cortes y mercaderías extranjeras ni en los digestos legales sino en la tradición, en la tierra y en la conciencia común de solidaridad. José María Rosa concluye su análisis afirmando que los unitarios preconizan el concepto de sociedad, de unión superficial, en tanto que los federales promueven la idea de comunidad, de unión profunda y perdurable (Rosa, 2012: 27-28).
Esta discusión alrededor de la idea de patria también cruza el Manual de zonceras argentinas de Arturo Jauretche, cuya primera edición apareció dos años antes que Megafón. La zoncera N°25 es la frase de Esteban Echeverría “La Patria no es la tierra donde se ha nacido”, que sintetiza la mirada característica de la Línea Mayo-Caseros. Desde esta perspectiva:
(…) la idea de Nación no se identifica con la Patria como expresión de un territorio y un pueblo en su devenir histórico, integrando pasado, presente y futuro. La Patria es un sistema institucional, una forma política, una idea abstracta, que unas veces toma el nombre de civilización, otras el de libertad, otras el de democracia (Jauretche, 1974: 179).
En la obra de Marechal predomina la crítica a las visiones abstractas sobre la patria, que la vacían de todo contenido popular y la reducen a meras instituciones formales. En Megafón se aprecia la intención del autor de asociar a la patria con el pueblo que la habita, tema que trataremos a continuación.
II. La conciencia viva del país y sus hombres
En el itinerario previo a emprender sus Batallas celeste y terrestre, Megafón estuvo abocado a descubrir la geografía económica, cultural y política del país, en un recorrido que le permitió formar una imagen real de la patria y su pueblo:
(Megafón) había trabajado en las zafras de Tucumán, en los algodonales del Chaco, en las vendimias de Cuyo, en los yacimientos petrolíferos de Comodoro Rivadavia, en las cosechas de Santa Fe y en las ganaderías de Buenos Aires. Le pregunté qué buscaba él en esa laboriosa peregrinación, y adujo que había sintetizado en sí mismo una conciencia viva del país y sus hombres (Marechal, 1988: 10-11).
En este extenso derrotero, Megafón pudo comprender que Buenos Aires representa aún el centro necesario del país debido a que los compatriotas de las provincias interiores se dirigen a la Capital portando sus “esencias nacionales” y es desde Buenos Aires que “la nación se viene mirando en unidad, se universaliza y trasciende” (Marechal, 1988: 89).
Un ejemplo de ello es el club Provincias Unidas de Flores fundado, en el año 1948, por un conjunto de hombres y mujeres del interior que se habían trasladado a Buenos Aires empujados por el creciente desarrollo industrial de la Argentina peronista. Este club es el espacio de reunión de los llamados “cabecitas negras” que buscan resguardar sus tradiciones y su cultura frente a la amenaza de disolución que conlleva la vida alienante de la ciudad-puerto:
Era evidente que los cabecitas negras, en sus migraciones a la ciudad, estaban desertando los verdores de la égloga por el gris abstracto de las máquinas fabriles; y corrían el riesgo de perder algunos valores que Megafón consideraba inalienables en el ser nacional. (…) Justo es decir que el Club Provincias Unidas, fiel a tales inquietudes, logró abundantemente la preservación de aquellas frescuras autóctonas, hasta el punto de que algunas noches el zapateo de los malambos y el vocerío de las chacareras dio a los habitantes de Flores la sensación muy viva de que se hallaban en un carnaval de Jujuy o en una trinchera de Santiago del Estero (Marechal, 1988: 81-82).
Este club constituye un espacio de sociabilidad popular, federal y democrática a diferencia de los clubes fundados en las últimas décadas del siglo XIX por la élite, que eran ámbitos de sociabilidad restrictiva, porteña y aristocrática. Provincias Unidas encarna la antítesis del Club del Progreso o el Jockey Club con sus opulentos salones, sus bibliotecas desbordadas de literatura francesa, y el tránsito constante de figuras del régimen oligárquico, la clase terrateniente y el capital extranjero.
El museo de Provincias Unidas “atesoraba lazos y boleadoras, mates y estribos, ponchos y alfarerías”, reliquias de la Argentina criolla que trasladaba sus tradiciones a las puertas mismas de la cosmopolita y mercantil Buenos Aires. La caracterización del interior como depositario de la cultura nacional no es exclusiva de Marechal ya que también se encuentra presente en la obra de Hernández Arregui quien, en ¿Qué es el ser nacional? de 1960, afirma que “el país verdadero está en las provincias más humildes” (2005: 12). Este tópico tal vez haya sido inaugurado por Manuel Gálvez en El diario de Gabriel Quiroga de 1910. En este libro, Gálvez plantea que frente al cosmopolitismo y materialismo porteño las provincias están llamadas a “conservar los últimos restos de la vieja alma nacional” (1910: 61).
La notable actividad social y cultural del club Provincias Unidas se vio disminuida a partir de la contrarrevolución de 1955 que, Decreto Ley 4161 mediante, pretendió cercenar toda posible adhesión al “régimen depuesto” y su “Tirano Prófugo” (Marechal, 1988: 82). En Megafón los “cabecitas negras” encarnan el “ser nacional”, simbolizan esa nueva Argentina que puja por salir a la superficie contra la resistencia del antiguo país y sus “espectros” que han recobrado el poder gracias a la Revolución Libertadora.
En la novela, Marechal le otorga especial significación al tema de la comunicación ya que los cabecitas negras conversan “en un lenguaje que se parece al del agua o el viento” (Marechal, 1988: 287). Su habla se emparenta con la tierra y la naturaleza, un idioma impenetrable para la intelligentzia que se acerca al país real con la anteojera de las ideologías importadas. Esta barrera de incomunicación se aprecia en los bailes del club al cual asistieron “tres forasteros jóvenes, al parecer estudiantes, que observaban la escena con el aire mierdoso del intelecto que difundía entonces la Universidad” (Marechal, 1988: 82). En el rostro de uno de ellos “se pintaba el amarillo inquieto de la sociología” (Marechal, 1988: 86).
No es casual que Megafón elija una asamblea extraordinaria del club Provincias Unidas –y no los gélidos claustros de las Academias– para exponer su tesis sobre la Patriavíbora y sus dos peladuras. El protagonista comienza su disertación llamando a los presentes “Amigos o Compatriotas”. Inmediatamente, es interrumpido por una voz con tonada correntina que advierte: “El Jefe nos llamaba compañeros” (Marechal, 1988: 84). Juan Domingo Perón, líder del Movimiento Nacional Justicialista, hablaba el lenguaje del país real.
Con miras a la lucha contra la Argentina pretérita, Megafón considera que habita en el pueblo un heroísmo adormecido que es imperioso reanimar. La clave para las contiendas futuras radica en el sentir popular: “El pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria” (Marechal, 1988: 57).
Los fusilamientos de junio de 1956, una y otra vez evocados en Megafón, representan una tentativa de masacrar al “ser nacional”, pretenden dar muerte a la Argentina “en Navidad, en crecimiento”. Es por esto que, al recorrer el basural de José León Suárez, se puede ver cómo la pampa llora “el deshonor que le habían inferido los ametrallados inocentes y sus ametralladores anónimos (Marechal, 1988: 14).
El suelo patrio expresa su hondo dolor por el ruin asesinato de los hijos de la tierra. Los autores políticos del crimen pretenden calmar su conciencia al sólo ver en sus manos “sangre indirecta”. Ahora es tiempo de hablar de “la Argentina en defunción” y de cómo la Revolución Libertadora sacrificó al país para saciar la voracidad de los “cuervos nacionales e internacionales”.
III. Entre el sable corvo del General San Martín y el garrote del vigilante
Al igual que en 1930, la contrarrevolución iniciada en septiembre de 1955 reestablece el poder de la Argentina oligárquica. Retornan a la escena aquellos hombres que se creía fenecidos. Las “ánimas” del país semicolonial deambulan por los ministerios y las gobernaciones sirviéndose de la derrota del pueblo y su líder. Han reaparecido los “asaltantes históricos del poder y del dinero” (Marechal, 1988: 15):
Esos fantasmas reencarnados (…) constituyen ahora la exterioridad visible del país. Juran hoy en la Casa Rosada, luego dibujan su pirueta en el aire bajo los reflectores, caen al fin reventados como títeres en el suelo para ceder su lugar a otros fantasmas igualmente ilusorios que juegan el destino del país en un ajedrez tan espectral como ellos (Marechal, 1988: 15).
Marechal describe el maridaje entre el poder político y el poder económico, que busca roer la dimensión espiritual de la Argentina. Al posar su mirada en la Plaza de Mayo y sus inmediaciones, Megafón observa que la Casa Rosada, asiento del poder temporal, se encuentra secundada a izquierda y derecha por el Banco de la Nación y el Ministerio de Hacienda. Es evidente que “sólo el dinero está flanqueando el poder en esta República” (Marechal, 1988: 116).
El Presidente de la Nación es el general Bruno González Cabezón –caricatura híbrida de Pedro Eugenio Aramburu y Juan Carlos Onganía–, completa nulidad convertido en máxima autoridad por “autocratismo ingenuo, usurpación de poder y oscuridad absoluta de mollera” (Marechal, 1988: 125). En su labor diaria, el Presidente recibe con cierta indiferencia los informes de las fuerzas de seguridad acerca de la creciente movilización política de diversos grupos revolucionarios. González Cabezón confía plenamente en el sostén que le brinda el poder de la oligarquía asociada al imperialismo norteamericano:
Por su oreja izquierda está oyendo los informes de la policía, los gendarmes y los organismos de seguridad acerca de los apaleados y rebeldes justicialistas que acaban de recibir otra orden magnetofónica de su líder, acerca de los nacionalistas rabiosos que se agarran al chiripá de Juan Manuel, y acerca de los feroces marxistas que ocultan un mimeógrafo debajo de sus catreras. ¿Alguna inquietud en el General Presidente? ¡No! El General Presidente sonríe con optimismo: su ojo derecho se afirma en el Gran Oligarca y su ojo izquierdo en el Pentágono del Norte. ¡Bien! ¡Que pase ahora el señor embajador de los Estados Unidos! (Marechal, 1988: 125).
En la figura de González Cabezón, Marechal retrata a aquellos militares que desertaron del legado sanmartiniano para convertirse en meros instrumentos de opresión de su propio pueblo. En esta dirección, el autor se pregunta: “¿Aseguraría el orador que no hay entre nosotros algún soldado que quiere volver a empuñar el sable corvo de San Martín en lugar del garrote del vigilante? ¿Asegura él que nuestra gloriosa caballería motorizada continuará manejando los tanques hídricos de la represión burguesa?” (Marechal, 1988: 125). Aquí vemos cómo Leopoldo Marechal no asume una posición antimilitarista –frecuente en el liberalismo de izquierda y derecha– sino que distingue dos líneas posibles dentro del Ejército.
Al respecto, John William Cooke afirma en Peronismo y Revolución que las Fuerzas Armadas pueden contribuir a la liberación nacional o transformarse en reaseguros de la servidumbre neocolonial:
No consideramos a las FF.AA. como una categoría metafísica, poseedora de determinados atributos inimitables que forman parte de su esencia. Son instituciones humanas que actúan para bien o para mal de acuerdo a los hombres que circunstancialmente las dirigen (…) Los méritos de San Martín no amparan a Quaranta, ni Fernández Suárez infama a Belgrano, a Dorrego o a Güemes. (…) Nosotros no incurrimos en la puerilidad de creer que haya relación entre los ejércitos de la Independencia o de Obligado o el Ejército de la época de la Organización que ganó sus trofeos asesinando gauchos (Cooke, 2014: 99-100).
Al igual que Cooke, Jorge Abelardo Ramos toma distancia del antimilitarismo y recupera las dos líneas históricas que atraviesan el siglo y medio de existencia de esta institución. En un artículo de 1962, Ramos plantea que el Ejército:
Está presente para bien y para mal, al servicio del país y en contra de él, ha sido mitrista y montonero, porteño y nacional, artiguista y antiartiguista (Ramírez y López), roquista y portuario, yrigoyenista y antiyrigoyenista, peronista y antiperonista, librecambista y proteccionista, aliado al pueblo y convertido en policía militar, defensor del Puerto y constructor de la unidad del Estado, exterminador de gauchos y conquistador del Desierto. Ha sido todo eso y quién sabe qué destino le aguarda (Ramos, 1973: 36).
En síntesis, el Ejército puede alentar la emancipación o fortalecer la dependencia. Entre el sable corvo del General San Martín y el garrote de González Cabezón se dirime gran parte del presente y el futuro de la Argentina semicolonial plasmada por Marechal. En el operativo al domicilio del dictador que emprenden Megafón y sus amigos se ponen en juego estas dos lecturas.
Al enfrentarse con sus inesperados visitantes, González Cabezón los invita a pasar aclarando que está solo ya que “el Tirano Depuesto nos dejó arruinada la servidumbre” (Marechal, 1988: 2000). El reconocimiento del sufragio femenino, la legislación laboral, el creciente desarrollo industrial y la movilidad social ascendente de la Argentina peronista le brinda a las mujeres de los sectores populares una perspectiva de vida superadora. Las familias de la oligarquía lamentan la pérdida de sus sirvientas con “cama adentro”, utilizadas tanto para las tareas domésticas como para la iniciación sexual de los jóvenes de la casa sin correr el riesgo de contagiarse de sífilis en los prostíbulos (Galasso, 2019: 18). En las palabras de González Cabezón se desprende que el peronismo ha corregido el destino de las mujeres como Sofía, aquella desgraciada y soñadora sirvienta de la obra Trescientos millones de Roberto Arlt.
La operación “Crítica Histórica al General Bruno González Cabezón” es encabezada por Megafón, Barrantes y Barroso, y el Mayor Troiani, expulsado del Ejército en 1956, al igual que su alter ego Bernardo Alberte (Brienza, 2015: 112)1
Frente a frente con González Cabezón, Barrantes remarca que la historia no es una ciencia neutra, objetiva y aséptica sino que es “es el arte de mostrar una cara limpia y esconder un culo siniestro” (Marechal, 1988: 201). La historia es un instrumento al servicio del sector dominante que impone un relato adulterado para encubrir sus políticas antinacionales.
En palabras de John William Cooke, en los países coloniales las oligarquías se adueñan de los diccionarios; son ellas quienes nominan y dominan (Jaramillo, 2012). De ese modo, la contrarrevolución de septiembre de 1955 anuló la Constitución de 1949 en nombre de las Instituciones; fusiló militares y trabajadores para defender la Libertad; y proscribió al Partido Justicialista con el fin de resguardar la Democracia. El General González Cabezón “ha matado a la Libertad, la secuestró, la violó y la estranguló en el baldío de una historieta patria” (Marechal, 1988: 207).
La Libertad ha recibido el mismo trato denigratorio que los restos mortales de Eva Perón. Es por ello que Megafón exhorta a González Cabezón: “¿No se deshonran las armas al profanar el cadáver de una mujer? ¿O la muerte ya no es una frontera donde se inmovilizan los jueces y los verdugos? (…) Díganos que hicieron con Eva y sus despojos mortales” (Marechal, 1988: 207-208).
En el juicio a González Cabezón participan los espectros del General Juan José Valle y de los fusilados en José León Suárez. Sobre el primero, dice el dictador:
¿Por qué tenía que meterse a redentor? ¿Y por qué abandona su tumba de Olivos para subir la escalerilla del dúplex y mostrarme su pecho roto a balazos? Conspiración para la rebelión. Dicen que su tumba, en Olivos, aparece cubierta de flores todas las mañanas. ¡Éramos amigos! ¿Y qué? Ya he quemado las fotografías que nos muestran juntos a pie o a caballo (Marechal, 1988: 206).
González Cabezón ha destruido las últimas pruebas de su amistad con Valle. Al desaparecer las fotos no queda evidencia alguna de la traición. La conciencia del dictador reposa en el juicio de la historia, que fundamentará su absolución en los documentos que él mismo se encargó de escribir: “La Historia dará su fallo y me juzgará por los documentos… ¡Los documentos hablan! –se deleitó, acariciando el lomo del volumen como si fuera el de un animal doméstico” (Marechal, 1988: 213).
Hacia el final de este trabajo retomaremos las discusiones en torno a la historia, que atraviesan toda la novela de Marechal. En el próximo punto abordaremos la dominación económica y cultural de los Estados Unidos sobre la Argentina, una de las consecuencias principales del golpe cívico-militar de 1955.
IV. El imperialismo norteamericano y las soberanías remendadas
Al igual que las Fuerzas Armadas, las doctrinas económicas pueden convertirse en una valiosa apoyatura para el desarrollo autónomo de la nación o ser un engranaje más para su subordinación.
En Megafón el personaje Ramiro Salsamendi Leuman es la estampa de Álvaro Alsogaray, Ministro de Economía en las presidencias de Arturo Frondizi y José María Guido. El Ministro Salsamendi –presentado como el “promotor de los inviernos y el verdugo de los estíos”– cumple con prolijidad los dictámenes impuestos por el Fondo Monetario Internacional, el Eximbank de Washington, el Club de París y el Mongobank de Zurich.
Salsamendi, munido de instrucciones foráneas, pretende dar respuesta a los problemas de la economía argentina y, haciendo equilibrio entre el contubernio y el vasallaje intelectual, presenta ante la prensa el nuevo paquete de fórmulas importadas para solucionar las recurrentes crisis económicas del país:
Señores periodistas, la solución era infantil: desvalorizar la moneda indígena para vender más barato y comprar más caro. Esta ganga, naturalmente, nos costará un esfuerzo: veinte millones de argentinos deberán apretarse los cinturones y correr la liebre, para mostrar una silueta que le guste al Fondo Monetario Internacional. Tengo a la firma un acuerdo stand by que le arranqué a la U.S.A. con el sudor de mi trabajo. ¿En qué consiste, señor ministro? En lo siguiente: yo doy un yacimiento petrolífero, y me dan en cambio la bencina para mi encendedor (Marechal, 1988: 126).
Estas doctrinas económicas no deben ser impugnadas por el hecho de provenir del extranjero sino porque refuerzan el vasallaje de la Argentina. Como afirma el historiador Norberto Galasso, las ideas no tienen patria pero tampoco poseen validez universal (1985:14). Según John William Cooke:
Lo que hace que una ideología sea foránea, extraña, exótica, antinacional, no es su origen sino su correspondencia con la realidad nacional y sus necesidades. El liberalismo económico era antinacional, no porque lo inventaron los ingleses, sino porque nos ponía en manos de ellos. (…) Pero las ideas que sirven para el avance del país y la libertad del pueblo son nacionales, elementos preciosos para el esfuerzo argentino (Cooke, 2014: 155).
Una doctrina apropiada para un país imperialista puede ser nociva para un país semicolonial. En su tránsito de la metrópoli al país dependiente las ideas económicas adquieren un signo inverso. Los países dominantes recomiendan el libre comercio a los países dominados después de asegurar su propio desarrollo industrial haciendo uso del más férreo proteccionismo (Gullo, 2010). Salsamendi Leuman cumple cuidadosamente la misión de presentar al liberalismo económico como una doctrina imparcial y científica, capaz de sanear la economía de todos los países sin distinguir entre el centro y la periferia.
En Bases para la reconstrucción nacional, Raúl Scalabrini Ortiz –el recordado petiso Bernini de Adán Buenosayres– advierte acerca de las sofisticadas técnicas empleadas por el imperialismo económico:
Estos asuntos de economía y finanzas son tan simples que están al alcance de cualquier niño. Sólo requieren saber sumar y restar. Cuando usted no entiende una cosa, pregunte hasta que la entienda. Si no la entiende es que están tratando de robarlo. Cuando usted entienda eso, ya habrá aprendido a defender la patria en el orden inmaterial de los conceptos económicos y financieros (Scalabrini Ortiz, 1973: 29).
En sintonía con lo afirmado por Scalabrini Ortiz, ante un robo cometido por el propio ministro Salsamendi Leuman el damnificado se consuela ya que recibirá a cambio “una jugosa teoría sobre la estabilidad monetaria” (Marechal, 1988: 246). Al transfigurar a las ideas económicas en metafísica, Salsamendi promete el inalcanzable paraíso de la Estabilidad Monetaria pero mantiene al país sumido “en una larga penuria universal”, el infierno de la inflación (Marechal, 1988: 260-261).
Hasta aquí hemos presentado a los principales socios nativos de los países dominantes apostados en el poder desde la contrarrevolución de 1955. El general González Cabezón y el Ministro Salsamendi son meros actores de una obra escrita por fuera del país y en su contra: “un dramaturgo foráneo escribía los libretos y manejaba desde afuera los hilos ocultos de los títeres. Ajenos y sin culpa, veinte millones de argentinos actuaban en la tragicomedia como figurantes enganchados a sueldo módico” (Marechal, 1988: 265).
Indaguemos ahora de qué manera el imperialismo económico encuentra su reaseguro en la subordinación cultural. En el ensayo Crisis y resurrección de la literatura argentina (1954) Jorge Abelardo Ramos explica que en los países semicoloniales, que poseen soberanía política formal pero carecen de independencia económica, la dominación imperialista no se produce por medio de costosas e inseguras incursiones militares sino por la vía sigilosa e incruenta de la colonización pedagógica que deforma la cultura de los países dominados. La invasión militar de un territorio suele desatar un profundo rechazo hacia el invasor y acrecentar la conciencia nacional de los nativos que velan por la defensa de su suelo. Por el contrario, la dominación a través de la cultura genera en parte de la población dominada, en especial su élite intelectual o intelligentzia, el encandilamiento ante la cultura del país dominante a la que conciben como sinónimo de “civilización y progreso”, y la consecuente repulsión por la cultura vernácula a la que se cataloga de “barbarie y atraso”. De esta manera, la colonización pedagógica se expande en todos los ámbitos de la producción cultural de un país dependiente. En la literatura, en la pintura, en el cine, en la geografía, en la historia, y en las doctrinas económicas, filosóficas, jurídicas y políticas.
En Megafón Marechal reconoce la declinación del imperialismo británico y el impetuoso ascenso del imperialismo norteamericano: “¡El Imperio Británico ya no existe! Desde que falleció, los ingleses han recobrado el humorismo, y hoy tiran la zapatilla con una gracia que sólo tuvieron en los años de Shakespeare” (Marechal, 1988: 47). La nueva potencia mundial son los Estados Unidos, que se apropian del petróleo argentino pero entregan a cambio la guitarra eléctrica (Marechal, 1988: 267). Frente a esto, los espectros del tango que habitan en el barrio de Saavedra exigen la inmediata salida de los yanquis y el derrumbe del “imperialismo del jazz” (Marechal, 1988: 73-74).
A partir de la Revolución Industrial, el dominio se desplaza desde la espada hacia el comercio. En El porvenir de la América Latina Manuel Ugarte sostiene:
Toda usurpación material es consecuencia de un largo período de infiltración o hegemonía que roe la armadura de los pueblos. (…) La expansión va perdiendo su viejo carácter militar. Las naciones que quieren superar a las otras envían hoy a la comarca codiciada sus soldados en forma de mercaderías. Conquistan por la exportación. Subyugan por los capitales (1953: 86-87).
Esta ha sido la estrategia empleada por los Estados Unidos que construyó su imperio “con la mano artesana de la Industria y la mano ladrona del Comercio” (Marechal, 1988: 269). El Embajador norteamericano representado en Megafón, dominado por la prepotencia característica de Spruille Braden, exige al pueblo del país sometido el don de la mansedumbre:
¡Aborígenes (…) oíd las lecciones prácticas: riquezas, ferrocarriles, construcciones, productos, abundancia! ¡Un estilo de vida que no conocen ustedes y que les enseñaré gratis a cambio de una soberanía llena de remiendos como sus pantalones! ¿Y qué han inventado ustedes además de la siesta y la parrillada mixta? (Marechal, 1988: 270).
En cada tiempo histórico la cultura dominante es la que disemina la potencia hegemónica, que presenta su estilo de vida como universal. De ese modo, los Estados Unidos lanzan al mundo las “democracias en fibra sintética” y las “libertades con cierre relámpago” como un producto de consumo más (Marechal, 1988: 271). Aquellos países que no estén dispuestos a soportar pasivamente una soberanía emparchada deberán enfrentarse con un imperio autoproclamado como policía universal. De esta manera, Megafón cuestiona el dominio yanqui que pretende “trascender al universo del otro sin entender al otro. (…) Porque al ignorar al otro en tanto que otro, miró al otro en tanto que sí mismo (…) guerreó a la loca en sus antípodas y violentó destinos que no eran suyos” (Marechal, 1988: 274).
Megafón considera que la Historia, “con su viento real o su flato sonoro”, ayudó a los Estados Unidos a convertirse en la gran potencia mundial (Marechal, 1988: 270). En los próximos puntos de este estudio analizaremos nuevas reflexiones en torno a la historia que recorren la novela póstuma de Leopoldo Marechal.
V. Buenos Aires, la ciudad que levanta monumentos a los que la venden o traicionan
La estrecha relación entre la política y la historia es un tópico central de Megafón. El escritor e historiador Luis Alberto Murray (1981: 9) considera que lo que hoy llamamos historia es lo que ayer fue política, y lo que es política en el presente será la historia del mañana. En este sentido, una política nacional tiene su correlato en una historiografía nacional y una política antinacional se refleja en corrientes historiográficas enraizadas en la pedagogía colonial. Según José María Rosa (2012: 49) las Academias y universidades no se han encargado de escribir la historia de nuestra nacionalidad sino la de nuestro coloniaje. El paralelo entre las políticas antinacionales y la historia oficial condujo a Jorge Abelardo Ramos (1957: 159) a afirmar que en la Argentina las estatuas invitan más a la desconfianza que a la admiración.
En los personajes Barrantes y Barroso –calvo el primero y melenudo el otro– el lector puede reconocer a Rodolfo Orteña Peña y Eduardo Luis Duhalde que, por entonces, habían publicado valiosas obras historiográficas y políticas al calor de su militancia en el peronismo revolucionario. En 1965 estos jóvenes abogados presentaron su primer libro, Felipe Vallese: proceso al sistema, editado por la Unión Obrera Metalúrgica. A partir de allí, Ortega Peña y Duhalde se dedicaron a reivindicar la lucha de los caudillos federales del siglo XIX con títulos como El asesinato de Dorrego (1965), Felipe Varela contra el imperio británico (1967), y Facundo y la montonera (1968). Mientras tanto, también participaban activamente en el Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas. En este estudio incorporamos como anexo documental la nota publicada por dicho Instituto ante el fallecimiento de Marechal y la publicación de Megafón.
En la obra inédita e inconclusa Tribuno de la plebe. Vida y muerte de Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde recuerda:
No hay muchos casos en la historia y en la política argentina, de binomios que hayan supervivido en el tiempo. De allí que los más de diez años de irrestricta sociedad política, historiográfica, periodística y profesional entre nosotros asentada en una profunda amistad, y que sólo se cortó con la muerte de Rodolfo, fue un hecho particularmente singular. Hasta el punto que Leopoldo Marechal, un admirado amigo de ambos, con el nombre de Barrantes y Barroso nos convirtió en personajes de su novela Megafón o la guerra.
La dupla Barrantes y Barroso tiñe cada una de sus intervenciones con las querellas del campo historiográfico. En la rapsodia III, al aparecer el espectro del fundador de Buenos Aires Juan de Garay –teniente gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata– Barrantes exclama “se ha escapado del manual de Grosso” (Marechal, 1988: 120). Por entonces, la denominada historia oficial era divulgada en el sistema educativo por medio de los manuales escolares del historiador Alfredo Bartolomé Grosso, quien elaboró sus libros Nociones de Historia Argentina (“el Grosso chico”) y Curso de Historia Nacional (“el Grosso grande”) tomando como base los trabajos de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López (Galasso, 1999: 19).
El espíritu de Juan de Garay observa con dolor el desacertado devenir histórico de la ciudad que siglos atrás supo erigir: “¿Por qué le dieron a mi ciudad el nombre de mi puerto? ¿Y por qué mutilaron el nombre de mi puerto al escamotearle la glorificación de Nuestra Señora?”, se pregunta el fundador (Marechal, 1988: 121). Megafón le explica a Garay que se ha producido el triunfo de la “idea evasiva del puerto”. Por lo tanto, los pobladores que debieron ser llamados “trinitarios”, por habitar la ciudad de la Santísima Trinidad, terminaron siendo “porteños”. Este tema fue investigado en profundidad por José María Rosa quien, en su Historia Argentina y en el libro póstumo Porteños ricos y Trinitarios pobres, documenta cómo alrededor del año 1600 los contrabandistas y negreros del puerto logran desplazar a los vecinos fundadores de la ciudad, y comienzan a forjar una mentalidad portuaria orientada hacia afuera y de espaldas al país.
Además, Juan de Garay se apena porque la ciudad ha abandonado el espíritu heroico y guerrero que la caracterizaba para terminar claudicando sin mayor resistencia ante las potencias extranjeras.
¡Ciudad ingrata! (…) Te vestí de hierro y te calcé de bronce para la guerra. Y se te vio en adelante, ¡oh, virgen arisca!, reprimir al bárbaro, derrotar al invasor inglés y lanzar expediciones libertadoras a un mundo nuevo. ¿Y qué haces ahora, ¡oh, virgen degradada!, sino bailar el tango de tu derrota junto al río, y permitir que el extranjero te palmee las nalgas y manosee las tetas? (Marechal, 1988: 128).
Esta derrota es usufructuada por los “ladrones de adentro y asaltantes de afuera que se comen tu parrillada, se beben tu vino y gozan a tus mujeres” (Marechal, 1988: 128). La concordancia entre el imperialismo y la oligarquía prevalece en la historia oficial del país, relato hegemónico que se enseña en las escuelas, domina las efemérides, y recorre todo el territorio nacional a través de los monumentos, las calles y los nombres de las ciudades y pueblos.
Juan de Garay, con honda amargura, reconoce que la ciudad rinde homenaje a los hombres que la han despojado: “¡Ciudad prevaricadora! (…) Te perdono la estatua de veinte centavos que has erigido a mi memoria en la esquina de Rivadavia y Leandro Alem, ¡tú que dedicaste monumentos costosos a los zanahorias que te vendían o traicionaban!” (Marechal, 1988: 128).
El monumento a George Canning delata la derrota espiritual de una ciudad que no pudo ser doblegada por las armas pero que cayó rendida ante la subrepticia invasión de las mercancías británicas. Durante décadas la historia oficial de la Argentina no fue más que la historia de la oligarquía. A ello nos dedicaremos en la instancia final de este estudio.
VI. Historia de la evasión espiritual y física de la oligarquía argentina
En el operativo a la casona de San Isidro en la que transita sus días el Gran Oligarca participan Megafón, Patricia Bell y el historiador Dardo Cifuentes, “capaz de hallarle pulgas malvadas al caballo en bronce de cualquier general histórico” (Marechal, 1988: 145). Ni bien ingresado a la mansión, Cifuentes inspecciona “las reliquias de la sala con su aguda nariz en revisionismo” (Marechal, 1988: 147).
El Gran Oligarca es Don Martín Igarzábal y su residencia es una réplica exacta de aquella que levantó su antepasado, el coronel Tiburcio Igarzábal, como recompensa por su actuación en la Conquista del Desierto. El otro “trofeo” arrancado a las indómitas poblaciones patagónicas es el Pampa Casiano III, miembro de la tribu de Namuncurá, que cumple con resignación la doble función de secretario y cocinero del Gran Oligarca (Marechal, 1988: 146). El indio hace oídos sordos a las constantes humillaciones de Igarzábal y, en cada oportunidad, añade frases en francés que dan cuenta de la dominación espiritual e intelectual que la clase dominante logró imponer sobre el pueblo vencido.
En el encuentro con el Gran Oligarca abundan las referencias autobiográficas al joven Leopoldo Marechal que supo recorrer los campos de Maipú en la década de 1910. El narrador se presenta ante Igarzábal recordándole que es el sobrino porteño del irlandés Cowley, encargado de la cabaña de Shortorns en la estancia Los Ñandúes. Cowley es el nombre literario de José Fahey, tío político de Marechal, que “nació, vivió y murió en la llanura, era un irlandés en lo físico y un paisano en el alma:” (Marechal, 1968: 17).
Este encuentro reaviva las memorias de ambos. El cronista recuerda que, al conocerlo, el Gran Oligarca le había extendido “no la mano entera de un hombre que se tiende a otro hombre” sino el “índice rígido y solitario de magnate”. Marechal desprecia a Igarzábal, falso propietario de la pampa, ya que aquella extensión le pertenecía en lo físico pero el literato la consideraba suya “en lo poético y en lo metafísico” ya que “es un amo absoluto el que posee las cosas en sus esencias” (Marechal, 1988: 148). Marechal defiende un criterio espiritual y no material de la apropiación del suelo. Esto implica consubstanciarse con el país vivo, con el destino de la patria y su pueblo: “Antes yo había tomado posesión de su tierra, no en las escribanías, don Martín, sino por el conocimiento amoroso de la tierra y de sus hombres” (Marechal, 1988: 160).
Por su parte, Don Martín –que en aquellos años se desempeñaba como Director General de los ferrocarriles ingleses– recuerda vagamente a ese mozo que le leyó un “poema subversivo”. Es preciso señalar que, en su primera juventud, Marechal se define políticamente por el socialismo. El despertar de su conciencia social se debe, en gran medida, al fallecimiento de su padre durante la epidemia de fiebre española de 1918. Alberto Marechal –un autodidacto como Megafón– fue obligado a interrumpir su recuperación por el patrón del aserradero donde trabajaba –mismo oficio que Megafón– y esto agravó el mal que precipitó su muerte. Marechal atribuye la desaparición de su padre a la carencia de legislación obrera en la Argentina oligárquica y esto explica su adhesión primero al socialismo y años más tarde al peronismo (Marechal, 1968: 12-13). Marechal le recuerda a Igarzábal que por entonces era “un poeta niño que ya olió una triste iniquidad en tu pampa” (Marechal, 1988: 148).
Desde su mirada, el Gran Oligarca estima que en esos años se comenzaba a gestar la decadencia de la Argentina. La clase dirigente, nutrida por las ideas alberdianas, había alentado la llegada de inmigrantes europeos para que “trabajasen las tierras y levantaran industrias” pero, en cambio, los nuevos pobladores introdujeron en el país el anarquismo y las banderas de la Revolución (Marechal, 1988: 148). Frente a este peligro inmediato, Marechal (1988: 149) sostiene que la oligarquía se escuda en la consigna “Dios, Patria y Hogar” cuando no creía en el primero y había sacrificado al país en beneficio del capital británico en un notorio acto de traición a la tierra que pretendía defender.
Las ideas de Martín Igarzábal se enmarcan dentro del nacionalismo de élite de la Argentina del primer Centenario (Chávez, 1975). Para el sector dominante el país enfrenta la amenaza disgregadora del anarquismo y, por lo tanto, el patriotismo adquiere un marcado carácter xenófobo. Es por ello que se busca expulsar (Ley de Residencia de 1902) y reprimir (Ley de Defensa Social de 1910) a aquellos inmigrantes que llegaron para poner en jaque al lema roquista de “Paz y Administración”. Es sustancial remarcar que el nacionalismo de élite persigue a los inmigrantes italianos y españoles que difunden el anarquismo, organiza pogroms en los barrios judíos, y al mismo tiempo le atribuye un rol “civilizatorio” a la expansión del imperialismo británico en el Río de la Plata. A algunos inmigrantes se los hostigaba y encarcelaba, mientras que a otros se los agasajaba con banquetes en el Club del Progreso o el Jockey Club.
La oligarquía imagina a la patria como parte de su propiedad y contempla a los inmigrantes, al igual que tiempo atrás hiciera con indios y gauchos, con hostilidad y desprecio: “¡La Patria está conmigo! (…) ¡Los Igarzábal hemos construido este país! (…) ¡Un imperio que se nos robó y que ahora se nos discute! Yo le dije al Ministro, desde los balcones de la Casa de Gobierno: ¡Esa invasión nos destruirá!” (Marechal, 1988: 150). El sector dominante ha fundado, fusil Remington en mano, un “imperio instituido contra las furias del sur” (Marechal, 1988: 151-152), erigido “sobre tumbas de soldados y osamentas de infieles que nadie bendijo” (Marechal, 1988: 153-154).
El personaje Dardo Cifuentes, historiador revisionista, hace responsable a los Igarzábal –y por medio de él a toda su clase social– por haber desertado de su rol como patriciado –un conjunto de notables que conduce al pueblo con miras al bien común– y por degenerar en una oligarquía, es decir, un gobierno de pocos orientado al interés particular de ese reducido grupo. En síntesis, “un Patriciado construye: una Oligarquía destruye y se destruye” (Marechal, 1988: 156).
En este punto, las referencias de Marechal a la teoría política aristotélica son evidentes pero también se puede establecer un vínculo con la obra Revolución y contrarrevolución en la Argentina de Jorge Abelardo Ramos, quien utiliza los conceptos de oligarquía y patriciado para diferenciar, en el análisis de las guerras civiles de 1880, al sector dominante de la ciudad-puerto (el mitrismo) de las fuerzas políticas tradicionales del interior del país (el roquismo) que pugnan por federalizar las rentas aduaneras de la provincia-metrópoli. Para Ramos, la claudicación posterior del roquismo comienza a producirse cuando se convierte gradualmente en oligarquía. A partir de allí, la “posición nacional” pasa a ser representada por un nuevo movimiento: el radicalismo yrigoyenista.
La degradación del patriciado en oligarquía se explica por la deserción de la élite que se escuda en una concepción abstracta de la patria para rehusarse a cumplir su rol nacional. Esta defección empieza por desentenderse:
(…) de la escena propia, de los actores naturales, del estilo de vida en que se iniciaba el Patriciado. Naturalmente, no se habría caído en esa distracción si los ojos del Patriciado no se hubieron vuelto desde una interioridad viviente hacia una exterioridad ajena que lo tentaba. Y fruto de aquella distracción, el Patriciado entró en un complejo de inferioridad ante los estilos ajenos que lo llevó a desertar el suyo y a entregarse a una parodia ridícula de todo lo foráneo (Marechal, 1988: 156).
La evasión espiritual de la oligarquía es la antesala de su fuga material. El éxodo interior o metafísico es seguido por el exterior o físico. El mimetismo cultural ahora es suplantado por los viajes a Europa en transatlánticos de lujo con mucamos indios y vacas lecheras; se arriendan las tierras a los laboriosos inmigrantes para poder entregarse a una vida suntuosa y de derroche en París o Londres; y se arreglan casamientos con nobles en bancarrota para parasitar los devaluados títulos nobiliarios (Marechal, 1988: 156-157).
En tanto la oligarquía huye desligándose del destino de la Argentina, otros actores llegan al país para ocupar el centro de la escena. Los transatlánticos luminosos del éxodo oligárquico se topan con los barcos oscuros de los inmigrantes dispuestos a hacer de este suelo su propia patria (Marechal, 1988: 159). He aquí la “invasión” y el “despojo” que no perdona Don Martín Igarzábal.
Ante el juicio de Megafón y sus compañeros, el Gran Oligarca alega que no todos eligieron la expatriación. El propio Martín Igarzábal, director de los ferrocarriles ingleses, y su hermano Lucio, senador de la República, se quedaron en la Argentina usufructuando los réditos económicos del modelo agroexportador. Acto seguido, Megafón rememora la campaña electoral de los Igarzábal destinada a “recordarles a los peones qué hay que votar mañana y por quién”. Eran los tiempos del fraude electoral previo a la Ley Sáenz Peña donde el peón rural se convertía en un mero servidor de la voluntad política del patrón de la estancia.
Megafón entiende que aquellos que permanecieron en el país transformaron al Gran Oligarca en el Gran Cipayo: “¿De qué sirvió que un general heroico nos libertase de una metrópoli (…) si el Gran Cipayo nos entregó a otras?” (Marechal, 1988: 158-159).
Leopoldo Marechal argumenta que tanto Juan Manuel de Rosas como Juan Domingo Perón lideraron a los sectores populares contra el núcleo dominante, que se encargó de derrocarlos políticamente y condenarlos por medio de la falsificación histórica. La Batalla de Caseros y la Revolución Libertadora constituyen dos actos de una misma obra escrita por el Gran Oligarca y su apoyatura foránea:
– ¿Entiende usted que la dramática historia de Juan Manuel se debió a un coletazo precoz del Gran Oligarca?
– Parecería evidente (…) Todo lo popular le afectaba y le afecta el miocardio. Lo que aseguro es que a otro coletazo del Gran Oligarca se debió la historia de Juan Domingo. Y aún se resistirá, ¡no lo dude!, mientras un aliado interior y otro exterior lo sostengan por las agallas (Marechal, 1988: 161).
Don Martín Igarzábal es una muestra viviente de la “vieja y pequeña Argentina, representada por la oligarquía, que se obstina en no terminar de morir” (Marechal, 1968; 67). Con su muerte natural, argumenta el Poeta Depuesto, se producirá también la desaparición de su “mentalidad que no logró romper las estrechas y cómodas estructuras del coloniaje” (Marechal, 1988: 162). Incapaz de concebir a la patria como un pueblo real y no como su sola abstracción geográfica o institucional, la Argentina oligárquica ve desgarrarse indefectiblemente su estropeada peladura.
*Marcos Mele es Magíster en Historia por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Secretario de Investigación y Posgrado y docente investigador UNLa.
**El siguiente artículo es parte del libro «Megafón o la guerra» Colección Homenaje Editado en conjunto por la Universidad de la Defensa Nacional y la Universidad Nacional de Lanús (Mayo 2022)
1-La representación de Bernardo Alberte como el Mayor Troiani no es un caso aislado. Muchos de los personajes de Megafón representan a personas que Marechal conoció y buscó retratar por medio de la literatura. Un ejemplo de ello es el ordenanza Muñeira, un nacionalista que pasó por los Cursos de Cultura Católica, y que consideraba que la decadencia de Buenos Aires se debía a la eliminación del Santo Tribunal de la Inquisición (Marechal, 1988: 129). En la entrevista realizada por Alfredo Andrés, Marechal recuerda su incorporación a los Cursos de Cultura Católica y menciona entre sus compañeros a Jacobo Fijman (Samuel Tesler en Adán Buenosayres y Megafón) y a Sueiro, un ordenanza de la Banda Municipal al que apodaban “gárgola, en atención a sus discutibles encantos físicos” (Marechal, 1968: 40). Más adelante en este estudio trabajaremos a los personajes Barrantes y Barroso.
2-Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas (segunda época), número 9, mayo-septiembre de 1970, p. 25.
Anexo documental. El Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas ante el fallecimiento de Leopoldo Marechal
Surgió a la vida literaria con un volumen de poemas, Los Aguiluchos, en que se hacía sentir la influencia de los clásicos; era una influencia formal y temática. Pero luego vino la incursión en la poesía moderna y se curtió en las imágenes jugosas de Saint John Perse, húmedas de lluvias tropicales como las hojas de los bananeros, y sus temas ya surgieron de la tierra en que le vio nacer. Se acercó a ella en Odas para el Hombre y la Mujer y Días como flechas, libros esenciales en nuestra poesía contemporánea. Integró el grupo Martín Fierro, que enjuició a Lugones y su generación. Fue una disidencia con la retórica tradicional que defendía el maestro –pero no con su acendrado nacionalismo. Por ahí desembocó Marechal en lo popular y trató de desentrañar nuestro espíritu en Adán Buenosayres, novela de nuestro laberinto en cuyas galerías se escuchan las voces –y las palabras– de todos los días. Su militancia en el populismo le valió el silencio de los distribuidores de la gloria municipal que, en estos últimos meses, le aceptaba como al hijo pródigo. Supo señalar sus discrepancias con el régimen y sus hombres. Era uno de los nuestros. Su muerte priva al país de un gran poeta y del testimonio de un gran novelista. No alcanzó a leer su último libro, Megafón o la Guerra, que aún no había salido de las prensas, el que resume toda su sabiduría.
Pedro Juan Vignale, vicepresidente.
DE LA PATRIA JOVEN
Graciosa, bajo el humo que levantan sus hombres
Quemados junto al Río,
Y predilecta ya como las hijas,
En el fervor de sus mujeres,
La patria es un dolor que nuestros ojos
no aprenden a llorar.
Un pie arraigado en la niñez y el otro
Ya tendido a los bailes de la tierra,
Su corazón ofrece a las mañanas
Que remontan el Río,
Y quisiera grabar
En el día su sombra,
Y decir las palabras que castigan al tiempo
Como a un noble caballo,
Pero vacila su talón ardido:
– ¡No es hora! –canta el año junto al Río.
Yo no calcé su pie ni vestí su costado,
No la cubrí de plata festiva para el gozo,
Ni la calcé de hierro
Para la danza de la muerte.
No restañé la herida salubre de su párpado
Ni dije su alabanza
Con la voz de las armas.
Yo soy un fuego más entre los hombres
Quemados junto al Río.
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